Yo soy el buen pastor – IV Domingo Pascua Año B

Yo soy el buen pastor – IV Domingo Pascua Año B

Dios, pastor de su pueblo

La imagen del pastor aplicada a Dios y que cuida del rebaño, a saber, del pueblo de Dios es una metáfora muy usada a lo largo del Antiguo Testamento. Ya lo afirma el profeta Isaías: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían» (Is 40,9-11).

La misma idea la encontramos en los salmos: El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre (Sal 23).

Es normal que un pueblo acostumbrado a vivir también de la ganadería y que ha sido nómada por mucho tiempo tenga claro en su imaginario el papel del pastor y el cuidado que este tiene para con sus ovejas.

La experiencia del éxodo también se podría mirar desde este punto de vista: El Señor caminaba delante de los israelitas: de día, en una columna de nubes, para guiarlos por el camino; y de noche, en una columna de fuego, para alumbrarlos; para que pudieran caminar día y noche (Ex 13,21). 

La experiencia del dolor como lugar de la búsqueda de Dios

Obviamente todas estas citas bíblicas nos hablan de un Dios que protege, que cuida y que vela por su pueblo y es la experiencia de fe que vive Israel en los tiempos de dificultad, como en el exilio en Babilonia y en las persecuciones con Antíoco IV Epífanes, todas ellas experiencias que terminan encontrando su ideal en el ejemplo por excelencia, a saber, la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto.

Jesús, el Pastor hecho carne

Lo singular, sin embargo, no es la fe de Israel en el Dios “pastor”, sino que este título Juan lo aplique al mismo Jesús. Este esta tan unido al Padre y de él trae todo lo que dona que Jesús termina mostrándose por lo que es, la humanidad de Dios, el Dios hecho carne, visible con gestos y palabras en la vida del artesano de Nazaret.

Si Juan, al comienzo de su evangelio, nos dice que Jesús es el interprete del Padre (a Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer, 1,18), en esta perícopa esa “exégesis” se muestra en toda su plenitud. El cuida de las ovejas como hace el Padre o, si queremos, para saber lo mucho que el Padre cuida de su rebaño, hay que mirar al Hijo: él no solo es pastor, sino que es bueno y bello, porque está dispuesto a cuidar de ellas y a entregar su vida para que ninguna se pierda.

Jesús, el pastor que salva

Ahora bien, la primera lectura nos comenta en relación con el Señor Jesús, por boca de Pedro, que bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos (Hch 4,12). La frase se conecta al episodio que ve involucrado a Pedro, el cual cura un lisiado de nacimiento en el nombre de Jesucristo Nazareno al lado del Templo de Jerusalén.

Esto nos dice dos cosas: la resurrección no es un evento que afecta solamente a Jesús, sino que su fuerza vive en aquellos que están unidos a él, es decir, que son sus discípulos, porque viven en intimidad con su mensaje y han hecho una profunda experiencia de y con él; lo conocen, dice la segunda lectura y Juan afirma: en verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre (14,12).

La otra cosa que resaltar tiene que ver la segunda lectura, la carta de Juan en la que se afirma que somos hijos de Dios. Si somos discípulos, porque vivimos esta intimidad con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu, entonces, esta fuerza de vida que vamos conociendo nos transforma y nos levanta, haciéndonos semejantes al Padre, a la manera de Jesús. Y el hijo es aquel que se asemeja al Padre. 

Conclusión

Esta es, entonces, la salvación, cuando acogemos en nuestra existencia la vida que brota y que ama del mensaje de Cristo Jesús, una palabra que no es letra muerta, sino espada de doble filo que limpia, arranca, renueva, porque hace el efecto que aquella gota de agua que, cayendo poco a poco sobre la roca, la termina moldeando.

Esta palabra es el mismo Jesús, que nos solamente el pastor que cuida y protege a sus ovejas, sino que les anima y las empuja hacia lo nuevo, hacia lo arriesgado, hacia el olvido de sí mismo, hacia el compromiso. 

No hagamos de este pastor una imagen romántica y azucarada de un Dios que nos libera de las dificultades, porque la vida de Jesús nos muestra lo contrario. En las dificultades Dios no nos abandona, pero nos llama a seguir involucrándonos y complicándonos la vida con gestos de amor y solidaridad, de amabilidad y perdón, de cercanía y entrega. Porque si los asalariados abandonan todo cuando llega el peligro, los hijos no dejan los asuntos familiares para salvar su vida si se acercan las dificultades, sino que lo dan todo hasta lo extremo para que el “negocio” del Padre, su Reino, siga prosperando.

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