¿Muerto por nuestros pecados? – Pasión del Señor 2ª parte

¿Muerto por nuestros pecados? – Pasión del Señor 2ª parte

Una de las oraciones que se escuchan en estos días intensos de la Semana Santa reza así: “Oh Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, tu querido Hijo Jesús se hizo uno de nosotros, fue como nosotros en todo menos en el pecado, cuando nació de nuestra carne y sangre. Por el sufrimiento de su pasión tú nos salvas de la muerte que merecemos por ser corresponsables del mal y del pecado en nosotros y en el mundo. Que su sufrimiento no haya sido en vano. Llénanos con la vida y gracia que ganó para nosotros en la cruz, y ayúdanos a imitarle y ser semejantes a él”[…]. 

La idea es clara: la muerte de Jesús nos salva de la muerte, fruto del pecado. ¿Hasta qué punto, pero, podemos secundar esta afirmación? Si echamos un ojo a la historia, podemos comprender que los discípulos de Jesús no se esperaban la muerte de su maestro, y menos aún que fuera tan violenta y humillante. Ciertamente fue un verdadero fracaso, así como lo explican los discípulos de Emaús, volviendo cabizbajos de Jerusalén, porque se esperaban que Jesús liberaría a Israel y sin embargo había pasado lo inimaginable.

La muerte del Maestro había puesto en jaque al grupo que, entonces, intentó interpretar los eventos a la luz de la Palabra de Dios. Es así que ellos comprendieron que Jesús había muerto como un profeta; el Padre lo había enviado y Éste no quería su muerte (cf la parabola de los viñadores homicidas, Mc 12,1-9), pero los poderes políticos y religiosos lo habían matado, puesto que el profeta en el Antiguo Testamento podía incurrir en una muerte violenta en cuanto se encaraba a reyes y sacerdotes, cuando éstos no respetaban el proyecto de Dios.

También la figura del Justo y del Siervo que sufre ayudaron a comprender las razones del final de Jesús. Como el Justo, Jesús había obedecido al Padre y confiado en Él, pero sus opositores lo habían quitado de en medio porque su presencia les resultaba molesta (cf Sal 22). De la misma forma, la figura del Siervo, así como Isaias lo había descrito, mostraba a un Jesús dispuesto a cumplir la voluntad del Padre, sin violencia, frente a la maldad de aquellos que lo golpeaban. Estas dos figuras abrían a la esperanza porque Dios no se olvidaría de ellos y los liberaría, una esperanza que no era solo individual sino que tenía efecto universal.

Estas claves interpretativas ayudaron a los discípulos abatidos a leer la muerte de su Señor como el resultado de las injusticias de las autoridades de Israel y de Roma, así que la de Jesús no era la muerte de un maldito, sino que era una muerte digna y que Dios habría rescatado a su enviado de aquella situación aparentemente ignominiosa.

Si estas lecturas se había concentrado sobre el “por qué” de la muerte de Jesús, no tardaron otras interpretaciones que buscaban el “para qué”; en otras palabras, la muerte de Jesús tenía que tener una finalidad y ésta no podía que ser salvifica, redentora y expiatoria (Rom 3,23-26).

No solo S. Pablo, sino que la misma Carta a los Hebreos se hace eco de esta lectura. Detrás de esta visión están claramente los rituales de expiación que se realizaban en el Templo, sobretodo en Yom Kippur o dia de la expiación y la idea de un Dios que es puro y solo puede estar con su pueblo si éste también se mantiene puro. En caso contrario, y para evitar que Dios huyera de su pueblo, era necesario sacrificar unos animales, porque su sangre esparcido en el altar del Templo habría purificado a su elegido de cualquier mancha, devolviéndolo a la comunión con Dios. 

Basándose en este modelo, la Carta a los Hebreos presenta a Jesús como la víctima que expía los pecados del pueblo en lugar suyo y, al contempo, él es también el sacerdote: él, de hecho, es el Hijo enviado por el Padre y por su obediencia, ofrece su misma vida en sacrificio de reconciliación. El mensaje cambia la idea sobre Dios: Éste ya no es el ofendido que espera a que el transgresor pida perdón, Aquel que se aleja de las impuridades del pecado, sino que es Aquel que no espera y se acerca primero, no tomando en cuenta la desobediencia de los hombres y eliminando la distancia que les separaba.

Con el paso de los siglos, sin embargo, la Iglesia ha hecho cada vez más hincapié sobre la naturaleza pecaminosa de los hombres (pecado original), una condición que no podía ser reparada por el ser humano, de por sí incapaz de reajustar su relación con Dios. La solución, entonces, era Jesucristo; él, en cuanto Dios, podía salvar una humanidad corrompida por el pecado y, en cuanto hombre, pagaba por las transgresiones de todos, rescatándonos de una muerte segura. El Dios “ofendido” ahora veía restablecido el orden y defendido sus derechos. 

Esta visión es exactamente la misma que encontramos en la oración del comienzo: Jesús, con su pasión y muerte, con la cruz, expía los pecados del ser humano y se muestra como nuestro redentor, salvador, comprándonos con su sangre, rescatándonos de una muerte segura. Pero ¿Es posible que hoy esta visión es la que debemos seguir confesando y transmitiendo? ¿Es el sacrificio de Cristo que verdaderamente nos salva?

Desde luego, si contestamos afirmativamente a estas preguntas, la imagen de Dios sale muy mal parada. Mostraríamos a un Dios que por un lado quiere salvarnos, pero por otro lado cree que lo mejor es que su Hijo se sacrifique por nosotros. Parece más bien un Dios que acepta la violencia, el sacrificio humano, un Dios ofendido que quiere el pago por el daño subido. Este Dios no atrae para nada y es la muerte del cristianismo.

Sin embargo, volvamos a Jesús: él nos recuerda que “quien ve a él ve al Padre” (cf Jn 14,9); en otras palabras, está diciendo que su forma de vivir, actuar y hablar son las mismas que Dios realizaría si se hiciera visible. Entonces vemos al Dios de Jesús que come con publicanos y pecadores, sin preocuparse del tema de pureza o impureza; vemos al Dios de Jesús que se hace alimento (pan y vino) para estar siempre con la humanidad, cerca de ella, para ser su medicina y su fuerza; también vemos al Dios de Jesús que no se preocupa de pasar como el culpable, el débil, el maltratado, dispuesto a dar todo de si (la cruz) si esto puede servir para que alguien cambie de mentalidad; finalmente vemos como el Dios de Jesús es el padre que corre hacia el hijo que ha despilfarrado todo, sin pedirle nada a cambio, sin preocuparse si puede perder su dignidad de cara a los demás (correr era mal visto) y más interesado en devolver la dignidad al hijo que ha vuelto (lo viste con un traje de fiesta). Y es el padre que ya había dado todo también al otro hijo, el mayor, aunque éste no había sido capaz de apreciar su real condición de vida, porque más concentrado en observar que en vivir y disfrutar los dones recibidos.

Todo esto que acabo de describir nos recuerda que es peligroso centrarnos solo sobre la pasión y muerte de Jesús, solo sobre la cruz. Si ampliamos la mirada a toda la vida del Señor, entonces vemos como toda su vida es un ofrecimiento al Padre, que Éste lo glorifica por una vida de entrega, de confianza, de obediencia, de abandono al proyecto que Jesús había entendido que el Padre quería de él. Entonces, lo que salva no es la cruz, no es el sacrificio, no es la sangre versada, sino lo que salva es el amor que Jesús ha vivido en cada momento de su existencia, hacia el Padre (viviendo conforme a su plan) y hacia los hermanos (poniéndose a su disposición).

Si Jesús es el salvador, si él es el redentor, no es porque ha ofrecido su vida en lugar de las nuestras, sino porque es aquel que nos muestra el camino que seguir para la salvación: amar como él ha amado (cf Jn 13,34). 

Es obvio que amar implica la cruz: donarse es difícil porque hay que vencer el egoismo que automaticamente aparece en nuestra forma de ser. Donarse, además, implica purificarse, estar dispuesto a ser podado de todas aquellas expectativas que esperamos de los demás, bajo las formas de agradecimiento y contraprestaciones por el bien ofrecido. Pero, “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,23).

En este Jueves Santo, en el que Jesús se entrega a los suyos como alimento y como servicio (el lavatorio de los pies); en este Viernes Santo, en el que Jesús muestra su amor al Padre y a nosotros hasta donar su vida para hacer visible el amor sin limites de Dios; en esta Domingo de Resurrección, en el que el Padre glorifica a Jesús afirmando que todo lo que él ha dicho y vivido era lo que Él mismo habría vivido y hecho en su lugar, no olvidemos que la salvación, que la sanación no está en los golpes recibidos, en la sangre esparcida, en los sufrimientos vividos por Jesús, sino en el amor que de Dios recibimos y que nos transforma (nos salva) para donarlo a quién tenemos a nuestro alcance, configurándonos, así, a Cristo que nada a retenido para sí, porque todo lo ha dado a los demás.

Esto es mi deseo para todos nosotros, para que todos nuestros días se transformen en la Pascua de Resurrección.

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