Presente en el presente a la Presencia – IV Domingo de Adviento
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.»
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible.»
María contestó: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
Y la dejó el ángel. (Lc 1,26-38)
Dios no para de visitarnos nunca. Porque siempre Él está en nosotros, en nuestra presencia, esperando a que nos demos cuenta. El asunto es que nosotros no solemos estar presentes, sobretodo a nosotros mismos, porque sumergidos en nuestros quehaceres, incapaces de pararnos de vez en cuando, solo por el gusto de no hacer nada y de escuchar el silencio.
Porque es en el silencio que podemos darnos cuenta de muchas cosas. Hasta la oración se ha transformado en cosas que hacer, fórmulas que decir, ritos que cumplir, según el paradigma todo occidental que ve primar la eficiencia: si hago, entonces soy.
Pero la oración no es hablar, hablar, hablar, con el fin de que, antes o después Dios nos escuchará, sino que es un hacer silencio para escuchar lo que Él quiere decirnos. Es entonces cuando el silencio se hace palabra, se trasforma en sentido, relevante para nuestra vida.
Si Dios es misterio insondable, sólo el silencio hace posible descubrir su presencia.
Para eso, sin embargo, no sólo es necesario un silencio exterior, un ausencia de ruidos fuera de nuestro cuerpo, sino también se hace imprescindible un silencio interior; en otras palabras hay que desarrollar la capacidad de dominar nuestra mente, porque ella es maestra charlatana, siempre en continuo movimiento. De ello os doy fe yo, que todos los días veo como se hace ardua la tarea de callarla. Nunca quiere estar quieta, es un continuo volcán en erupción.
Hay que buscar un hueco durante el día para aprender a hacer silencio. A lo mejor, al principio costará lo suyo, pero con el tiempo y la constancia los beneficios no tardan en mostrarse. Al final el silencio no será sólo aquel rato que hemos dedicado en el día, sino que este mismo silencio nos acompañará durante todo el día, haciéndonos más sensibles a la presencia de Aquel que siempre está con nosotros.
Los ciegos, por ejemplo, son capaces de notar cosas que los demás pasan por alto, porque desarrollan una capacidad que les permite ser más conscientes; sin embargo nosotros, justo porque tenemos todos los sentidos funcionando, terminamos por acostumbrarnos a todo y bajamos nuestra capacidad de percepción y conciencia.
Creo que ha llegado la hora de practicar un poco el silencio, porque también con nosotros Dios quiere hacer maravillas. Si, porque cada uno de nosotros está llamado a dar a luz a Cristo. Estamos llamados a hacerle espacio en nosotros, como se hace con un bebé en el cuerpo de la madre.
El silencio nos vacía de todo lo que es superfluo y crea espacio para que pueda venir y vivir Cristo en nosotros. Al principio esto nos turbará, puesto que cuando él viene, siempre echa todo abajo, nos revoluciona los planes que habíamos por tanto tiempo diseñado. Pero si dejamos que actúe en nosotros, descubriremos que nunca una decisión en la vida podía ser tan acertada.
El ángel se paró en su presencia y viéndola turbarse le dijo: “No temas”.
Ella escuchó todo lo que él le decía y contestó: “¿Cómo puede ser todo esto?”
“Nada es imposible a Dios”, le contestó él.
Y ella, haciendo hueco en su interior, hizo posible aquella palabra que él le había susurrado.
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