Como María, madres de Dios
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
Estamos ya al final de este 2020, y vuelve para la fiesta del primer día del año nuevo un evangelio que ya hemos escuchado en Navidad, así que me voy a quedar con el tema de reflexión, que es: María, madre de Dios.
Todos hemos tenido experiencia de ser hijos, y yo lo veo con los míos: llega un momento en su crecimiento, antes de ser adolescentes, que ven a su madre como casi la totalidad de lo que ellos necesitan, ella es su mundo y la tienen sobre un pedestal.
Los padres también suelen gozar de estos “honores” pero las madres tienen una cierta ventaja; no por nada han llevado durante nueve meses a su pequeño en sus entrañas, creando un vínculo especial.
Pero la experiencia nos enseña que ser fecundo no es cuestión de pura biología. No basta con generar vida para que se cree este vínculo especial con los hijos, puesto que es necesario un trabajo diario de entrega amorosa, para que éste lazo se fortalezca y perdure.
Sin duda estamos acostumbrados a pensar que madre y padre son simplemente aquellos que tienen hijos, pero sí vamos más en profundidad y ampliamos el sentido de estos términos, descubrimos que también somos capaces de entrenar nuestra capacidad generativa en muchas más facetas que no simplemente la física.
Por ejemplo, somos capaces de generar nuevas ideas, nuevas amistades, nuevos amores, infundir nuevas esperanzas y generar nueva vida.
Cada vez que somos capaces de dar vida, mostrarnos fecundos, devolver la sonrisa a una persona que la ha perdido, escuchar a quien necesite desahogarse, recordar a nuestro interlocutor la buena persona que es para que vuelva a creer en sí mismo, y cualquier cosa que también nos permita a nosotros mismos crecer interiormente y ser cada vez más humanos y plenos; cada vez que hacemos esto, estamos permitiendo que la Vida fluya, justo como María, permitiendo que la Vida fluya a través de ella.
Como escribí hace unas semanas, hablando del silencio de María que acoge en su interior la Palabra de Dios, a María se la llama madre de Dios, porque acoge a aquel que es la Vida, dándole vida con su vida. Esto significa que “ser madre o padre de Dios” al final no es sólo prerrogativa de María de Nazaret.
Es por eso que todos y cada uno de nosotros podemos ser como María, madre (o padre) de Dios, siempre y cuando nos permitimos expresar nuestra mejor humanidad y ayudar a otros a hacer lo mismo. De esta forma, hacemos nacer Dios en nosotros y en los demás, transformándonos en grifos, de donde sale aquella Agua viva que todos, antes o después, queremos beber.
Feliz año nuevo y deseo a todos nosotros que seamos capaces de ser Vida para los demás.