La resurrección empieza ya – Pascua de Resurrección 2021
«Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
Amar a Jesús y guardar su Palabra, como dije ya algunas semanas atrás, no es sólo de los cristianos, sino de todo aquello que vive buscando el amor, la honestidad, la libertad, el servicio a los demás; esto es vivir una vida auténtica, justo como la de Jesús de Nazaret.
Esta persona, entonces, está viviendo en la verdad de sí misma, no encerrada en su pequeño yo, en su pequeño centro, sino abierta a la misión creadora que cada uno lleva dentro y es llamado a vivir. Esta persona, abierta al amor, se hace disponible para acoger a un Padre que siempre ama y que, junto a Jesús, toma morada en ella.
Esta afirmación de Jesús es de un valor incalculable: Dios habita en cada uno de nosotros, si conseguimos vaciar nuestras casas de tantas cosas que la ocupan, muchas veces sin sentido, y le hacemos espacio.
Si quitáramos la palabra “Dios” y pusiésemos otra, como “la vida”, “la luz”, “la verdad” (todos sinónimos, para mi), nos daríamos enseguida cuenta del poder de todo esto. De hecho, Descubrir nuestra misión creadora fundada en el amor, permite ser habitados por la luz, la vida, la verdad y todo lo bueno que nosotros queremos añadir; todo esto nos dice lo divino que somos y que podemos llegar a ser.
Una vida plena es aquella que no mira hacia abajo, centrada en el propio ombligo, sino una que mira adelante, alrededor y arriba hacia nuevos horizontes. Es una vida providente, es decir, que es capaz de ver las necesidades de los demás y cuidar de ellos. Es una vida que se pone a servicio del hermano, lavándole los pies y no buscando ser servido por éste.
Esta vida divina, porque profundamente humana, no puede morir, porque quién vive en esta luz y en esta verdad está ya en la esfera divina, ya en esta existencia. Porque es la vida de aquel que ya ha resucitado.
La resurrección, de hecho, no tenemos que pensarla como algo que nos espera simplemente después de la muerte, sino como la consecuencia directa de una existencia vivida como resucitados. Y no resucitamos solos, sino que lo alcanzamos poniéndonos al lado de aquellos que también necesitan resucitar, ayudándoles a ver la luz porque ven solo la oscuridad en la vida, a los que no consiguen andar solos, para que puedan ser autónomos y moverse como adultos sobre sus piernas, a los que son mudos, para que puedan proferir palabras de vida.
En el relato de los dos discípulos de Emáus todo esto se ve a la perfección: estos dos seguidores de Jesús vuelven a sus casas decepcionados porque aquel que ellos creían iba a liberar a Israel, había muerto. Mientras andan, un tercero se le acerca y les pregunta el por qué de su tristeza. Habla con ellos, les da esperanza, tanto que la luz vuelve en su interior («¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?», Lc 24,32) y le piden que se quede con ellos. Él acepta y cuando ya están comiendo, al partir el pan y reconocer que era Jesús, él desaparece.
¿De verdad Jesús se les había aparecido físicamente y luego misteriosamente se había ido? O a lo mejor siempre había estado con ellos, que nunca les había abandonado, puesto que “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (Mt 18,20).
Ésta es, en mi opinión, la verdadera resurrección, la de una vida en unión con el hermano (la comunidad), andando como hombres libres, con el ojo y el corazón receptivos a las dificultades de los últimos, para hacerles compañía y ayudarles a levantarse.
A pocas horas de la Pascua del Señor, deseo a todos nosotros poder aprender a ser hombres y mujeres libres, capaces de sentir la Presencia de la Vida morando en nosotros, para dar gracias de ese don recibido y poder compartirlo, al fin que los otros también puedan ser conscientes de ellos.
Feliz Pascua de Resurrección.