Vivimos en el Espíritu – Fiesta de Pentecostés B
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Jn 20,19-23
Vivimos en el Espíritu. Ya desde el comienzo de las Escrituras, el autor sagrado nos dice que “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,2). Este viento, el Espíritu, está exactamente como una gallina sobre sus huevos, posado sobre estas aguas, dando la idea que dónde está el Espíritu de Dios el resultado es una vida que nace, porque Él no puede sino generar, donar, hacer que se den nuevas posibilidades; justo como una gallina que incuba sus huevos para que, finalmente, salgan a la luz los polluelos.
La misma dinámica la encontramos un poco más adelante, cuando Dios quiere crear a Adán: “Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Volvemos a encontrar otra imagen del Espíritu, el aliento. El autor sagrado, usando un imaginario definitivamente antropomórfico, nos quiere transmitir no una verdad histórica, sino más bien una realidad sobre el hombre y sobre Dios. El aliento, de hecho, es lo que viene del interior de una persona y ya los antiguos sabían que lo más valioso está en nuestro interior y no en lo que está fuera de nosotros. Dios, entonces, comparte con el ser humano lo más íntimo de sí mismo, dándole sentido, vida, valor.
Hoy en día sabemos lo importante que es la respiración boca a boca; este “aliento” que se comparte devuelve a la vida a aquel que estaba inconsciente, incapaz de responder, casi sin vida. En este sentido hay que entender el relato de la creación del ser humano: Dios comunica su ser, a través del Espíritu, dando vida a Adán. Por el contrario, cuando Dios retira su Espíritu, la vida cesa: Entonces dijo Yahveh: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean 120 años» (Gn 6,3).
La semana pasada hemos visto como Elíseo, al recibir el espíritu del profeta Elías, podía cumplir la misma misión profética y los mismos prodigios que su maestro, porque este espíritu no era otra cosa que el Espíritu que Dios le había concedido a Elías y que le permitía poder llevar a término la tarea que se le había encomendado.
Lo mismo ocurría con los escribas: estos eran los expertos en interpretar las Escrituras y recibían este encargo sólo después de un largo periodo de formación y con la imposición de las manos para recibir el espíritu de Moisés. De hecho, Moisés era aquel que había recibido la revelación de Dios en el Monte Sinaí y se le creía el autor del Pentateuco, los primeros cinco libros de la Biblia. Él era el gran profeta, el amigo de Dios, aquel que sabía interpretar las escrituras; recibir su espíritu, entonces, significaba poder hacer lo mismo que Moisés, es decir, ser capacitado como él a entender y explicar la Palabra De Dios, justo lo que hacían los escribas.
Finalmente llegamos a Jesús. Él es aquel que está inhabitado por el Espíritu del Padre. El evangelista Marcos nos lo recuerda con el Bautismo en el Jordán, por parte del Bautista. Es aquí que el Padre se manifiesta como una voz del cielo y el Espíritu baja en forma de paloma, posándose sobre él. Además desde entonces parece que Jesús está “poseído” por Él, porqué “a continuación, el Espíritu le empuja al desierto” (Mc 1,12). Mateo y Lucas, sin embargo, nos dicen que Jesús es el fruto del Espíritu de Dios, ya desde su concepción, mientras que el cuarto evangelio da un paso más allá, mostrándonos a Jesús como la Palabra hecha carne.
Todo este recorrido nos revela el verdadero sentido de la fiesta de Pentecostés. No solamente nosotros estamos profundamente vinculados a Dios porque compartimos su ser, su Espíritu que Él nos ha donado; además compartimos todo esto con el Resucitado, que nos quiere como él y por eso nos dona su Espíritu, la capacidad de ser como él. Es por esto que San Pablo nos dice:“¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habéis recibido de Dios y que habita en vosotros?” (1Cor 6,19).
La mayoría de las veces no nos damos cuenta de esta verdad, porque andamos por la vida como durmiendo. Siempre corriendo detrás de tantas cosas, olvidamos quiénes somos. Miramos siempre fuera de nosotros, buscamos allí la felicidad, sin darnos cuenta que todo está en nuestro interior, a un paso. Pero es necesario que despertemos de este sueño y empecemos a ser consciente: ¿de qué? No a creer que mágicamente unas lenguas de fuego se pusieran sobre los apóstoles o que Jesús apareciera delante de ellos dándoles, a saber tú cómo, su espíritu. No es a esto que tenemos que creer. Esta es la forma que los evangelios usan para trasmitirnos un mensaje real que va más allá de la manera con la que este mensaje se ha podido transmitir.
Lo que nos quiere contar esta fiesta de Pentecostés es que no tenemos que tener miedo a todo lo que nos puede pasar, porque vivimos en el Espíritu. Dios está en nosotros, tiene su morada en nosotros y estamos tan unidos a Él que su Amor tendrá siempre la última palabra en nuestras vidas. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,35. 38-39). Esta fiesta quiere decirnos que estamos a salvo.
Cuando descubrimos el Amor que habita en nosotros, entonces nos damos cuenta de que no importa lo que nos pueda pasar, porque siempre el Padre está allí presente para cuidar de nosotros. Abandonados a sus cuidados, confiados en que Él siempre sabe lo que es mejor para nuestras vidas, dejaremos que el Espíritu haga su trabajo en nosotros; poco a poco Él nos irá transformando en otro Cristo.
En esta fiesta del Espíritu Santo, deseo para todos nosotros que podamos abrir los ojos y dejar en las manos del Padre el cincel que queremos para nosotros. Si lo dejamos a Él, entonces, irá poco a poco tallando la piedra que somos nosotros, éste Adán que se resiste al cambio porque quiere afirmarse sobre los demás. Labrados por él, la piedra de Adán se transformará en la preciosa estatua del Cristo, que ya está presente en la piedra y que aún no somos capaces de ver.
¡Dejemos trabajar al Espíritu! Feliz día de Pentecostés.