Un visionario peligroso – Domingo de Ramos B

Un visionario peligroso – Domingo de Ramos B

Cuando se aproximaban a Jerusalén, cerca ya de Betfagé y Betania, al pie del monte de los Olivos, envía a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Id al pueblo que está enfrente de vosotros, y no bien entréis en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre. Desatadlo y traedlo.

Y si alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», decid: «El Señor lo necesita, y que lo devolverá en seguida».»

Fueron y encontraron el pollino atado junto a una puerta, fuera, en la calle, y lo desataron.

Algunos de los que estaban allí les dijeron: «¿Qué hacéis desatando el pollino?»

Ellos les contestaron según les había dicho Jesús, y les dejaron.

Traen el pollino donde Jesús, echaron encima sus mantos y se sentó sobre él.

Muchos extendieron sus mantos por el camino; otros, follaje cortado de los campos.

Los que iban delante y los que le seguían, gritaban: « ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!»

Y entró en Jerusalén, en el Templo, y después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania. Mc 11, 1-11

Israel, la tierra prometida por Dios a Abrahám, durante siglos había representado en el imaginario judío la señal de su libertad y del favor del Señor hacia su pueblo; aquella tierra ahora estaba dominada por los romanos. Ellos la ocupaban, pisoteando con su orgullo y yugo la única soberanía que un judío podía admitir: la de Dios. 

Con el tiempo se había formado un cierto movimiento oculto que pedía a gritos el final del dominio romano a favor de la total protección del Señor.

El templo, por otro lado, era el lugar más sagrado del mundo, porque hacía visible la presencia del único Señor de Israel. Pero también el templo, para algunos judíos, necesitaba de una gran reforma; de hecho sus administradores, los saduceos (los sacerdotes) no habían conseguido hacer de él la casa de Dios, y lo habían transformado en un medio que les proporcionaba poder y riqueza.

En este grupo se podían encontrar a los esenios y a los fariseos, que se oponían más o menos duramente a la casta sacerdotal y que pedían una reforma cuanto antes.

También estaban los apocalípticos, como el grupo liderado por Juan Bautista; para ellos Dios estaba ya harto de las infidelidades de su pueblo y su ira estaba a punto de desatarse, con terribles consecuencias para todo aquel que no cambiara su actitud y forma de pensar.

Era común un poco para todos, entonces, la idea que el tiempo estaba llegando a su plenitud; el enviado de Dios, el ungido, el Cristo, el Mesías no iba a tardar mucho para restablecer el dominio de Dios y devolver a su pueblo la libertad, mostrando a todo el mundo que Israel era su elegido y que todos las naciones les debían respeto y reverencia.

Las condiciones eran propicias para la llegada de un Mesías político libertador de los opresores romanos; también podía ser un enviado castigador que restableciera la justicia, condenando la iniquidad o, porque no, un ungido que reformaría el templo, devolviéndolo a su esplendor. Todo esto con la fuerza, con el fuego, con la magnificencia que sólo Dios podía tener y que sin duda iba a entregar a su consagrado, para cumplir con su misión.

En este marco se inserta Jesús que, con su vida y mensaje, llamaba la atención y el interés de todos estos grupos. De hecho, su mensaje se apoyaba sobre la importancia de un reino que el Padre estaba a punto de instaurar y que necesitaba del aporte humano para que se cumpliera. Esto era muy afín a la visión apocalíptica del Bautista; pero también podía encontrar el apoyo de ciertos movimientos políticos que miraban a la restauración de un Israel libre. También tenía simpatizantes entre los fariseos porque con ellos compartía su visión crítica hacia la élite religiosa. 

Jesús, sin embargo, no encajaba con ninguno de estos grupos. No era de los apocalípticos que anunciaban un tiempo de ira divina y de arrepentimiento; más bien su anuncio se preocupaba de poner en relieve el amor incondicional de un Padre que no mira al pecado sino siempre al bien de sus hijos. Un enviado al final que resultaba muy extraño para el Bautista, que al final pregunta: “Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro” (Mt 7,20).

Tampoco el Nazareno se identificaba con los fariseos porque, aunque compartía con ellos ciertas ideas reformadoras del tiempo, chocaba bastante con aquellos que ponían las leyes religiosas por encima de los hombres, contraponiendo así estos últimos a Dios.

Finalmente, como judío, también Jesús no amaba la idea de que su país fuera dominado por los romanos, pero a diferencia de los que querían liberar al pueblo con la fuerza y la lucha armada, su anuncio no se inspiraba en la prevaricación y en el odio.

Es por eso que, aunque el evangelista Marcos nos presenta una entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, este triunfo duraría muy poco porque ya por la noche vuelve simplemente en compañía de los Doce a Betania. Los mismos que luego lo abandonarían; los mismos que le habían pedido un sitio de relieve a su derecha y a su izquierda en el nuevo reino; los mismos que creían que su maestro iba a ser el nuevo David, rey político de Israel.

Nadie nos lo puede confirmar, pero creo como muy probable que por aquel entonces Jesús ya se había percatado de que su misión estaba humanamente abocada al fracaso. Nadie iba a seguirlo en su lucha para un mundo pensado sin dominio ni prevaricación, sin odio ni primeros puestos, sin exclusiones ni injusticias, un mundo donde es la religión a servicio del ser humano y no a la inversa. Y todo esto hecho desde el amor, la pobreza y la humildad, exaltando la vida y el gusto por las relaciones entre iguales.

Que loco, que visionario, que peligroso. Creer que se podía ayudar al ser humano a pensar por si mismo, con su cabeza, con su conciencia, sin tener que obedecer a ninguno que, creyéndose con autoridad, se sintiese con derecho a decir lo que los demás podían o no podían hacer. Esto podía resultar catastrófico. Tan peligroso que enseguida los hombres del poder político y religioso terminaron por eliminarlo, colgándolo de una cruz.

Pero un hombre que vive así, de esta forma tan auténtica y libre, no lo para ni siquiera un sepulcro, porque una vida tan plena y divina es capaz de superar todas las pruebas, incluida la muerte. De hecho, sólo cuando la semilla se resquebraja puede germinar y transformarse en un gran roble.

En esta Semana Santa, entonces, deseo a todos nosotros tener la oportunidad de poner en tela de juicio lo que siempre hemos dado por bueno, de romper los equilibrios que hemos construido y que a veces merman nuestra visión; deseo que podamos tener la osadía de poder soltar las anclas y navegar inseguros por el océano de la vida. Así podremos ver las posibilidades que ella nos da y ser cada vez más hombres y mujeres libres, adultos y capaces de amar de forma auténtica, aunque esto implique tener que pagar un cierto precio.

Feliz Semana Santa, navegantes.

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