La vid y los sarmientos – 5º Domingo de Pascua B
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.» Jn 15,1-8
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Con estas palabras, Jesús nos recuerda que él y nosotros no somos realidades separadas, sino que formamos un sólo cuerpo. Sólo si mantenemos viva esta conciencia de unión, de una realidad que no se puede separar, entonces nos daremos cuenta que nada nos falta y daremos frutos abundantes.
Una cierta teología, de hecho, nos ha siempre enseñado que Dios es alguien separado de nosotros: Él es el santo y el principio de todo, mientras nosotros somos imperfectos, limitados, incompletos. A Dios hay que buscarle; según lo que hagamos, podemos estar más cerca o alejarnos de él. Éstas y más metáforas nos cuentan de un Dios que está lejos, en un “allí” invisible, mientras nosotros estamos aquí, en una distancia que hay que colmar.
En mi modesta opinión, pero, no podemos concebirnos separados de Dios. Así como no hay lugar en el universo donde yo pueda escapar de mi mismo, tampoco hay sitio en todas las galaxias donde yo pueda ir lejos de Él. Porque Dios está en todos los sitios como en ninguno y esto significa que no tiene sentido vernos fuera de su fuerza gravitatoria.
De hecho, también sí lo pensamos racionalmente, Dios lo concebimos como infinito; ahora, si nosotros somos algo separado de él, “fuera” de él, implicaría que estaríamos más allá del infinito y que éste último quedaría delimitado por nuestra existencia fuera de él, dejando de ser infinito.
Como en las imágenes de abajo, entonces, no podemos pensarnos como sujetos separados de Dios (primer dibujo), porque vivimos en este infinito que es Dios (segundo dibujo). Somos uno con el Padre, como Jesús con el Padre y como la vid con sus sarmientos. Cada uno diferente pero no separado. Pluralidad en la única realidad de Dios.
Si hacemos poco a poco esta experiencia de profunda y constitutiva unión, cambiará automáticamente nuestra forma de ver. Ya no habrá un Dios que buscar, ni preocuparnos porque podemos habernos alejado de él, puesto que no simplemente Él está siempre allí, sino porque somos nosotros que vivimos en él, rodeados, empapados, impregnados por Dios.
Para llegar a esta vivencia, es necesario hacer al comienzo un ejercicio para re-educar la mente, acostumbrada a separar el mundo interior (el yo) de la realidad exterior (objetos, demás personas, animales, lo que no soy yo) y finalmente Dios, que no está aquí, sino “en lo alto de los cielos”.
Estamos tan acostumbrados a concebir las cosas de esta forma que no ponemos mínimamente en duda esta interpretación. Al fin y al cabo, también hace mil años era normal pensar que el Sol era la estrella que se movía alrededor de la Tierra, porque era tan evidente para nuestra experiencia; mientras hoy en día está visión de las cosas está ya casi totalmente desechada.
Cuando nos concebimos separados de Dios, como un yo independiente, entonces empezamos a compararnos con los demás, para definirnos y descubrir quién somos. Las comparaciones, pero, suelen traen nefastas consecuencias: los demás tendrán o serán más y mejor que yo o viceversa, en una continua búsqueda exterior que me llevará a agrandar mi orgullo y enemistarme con el otro. ¿No será esta, acaso, la poda a la que se refiere Jesús?
Este camino no tiene salida, como el sarmiento que está separado de la vid: se seca y ya no vale sino para ser echado al fuego. Entonces es necesario preguntarse: ¿hasta qué punto es bueno y beneficioso continuar a vivir en un mundo de “yoes” que se oponen? ¿Por qué no hacer el esfuerzo de concebir todo como lo ve Dios? Es decir donde todos somos sarmientos, diferentes pero iguales, todos preciosos y perfectos, a quién no hay que envidiar nada, porque todos tenemos en común la misma realidad en la que vivimos, Dios.
Nos deseo poder experimentar esta profunda unión do lo que somos, uno con Dios y los demás; que podamos aparcar poco a poco nuestro yo, nuestro orgullo, para que abandonemos las viejas gafas que nos ven separados de todo y poder así dar frutos abundantes.