Tú eres mi Hijo amado – Bautismo del Señor Año C
Jesús, el Hijo Amado
“Tú eres mi Hijo amado”, nos relata Lucas en el tercer capítulo de su Evangelio. Jesús está siendo bautizado, y una voz del cielo, que representa al Padre, hace oír su mensaje. Cada vez que escuchamos este pasaje, ya sea el del bautismo o el de la transfiguración, no podemos evitar pensar en la relación tan especial de Jesús con el Padre.
La parábola de los dos hijos
Vamos ahora a establecer un paralelismo con otro pasaje del Evangelio de Lucas, esta vez en el capítulo 15, en la conocida parábola del padre misericordioso o del hijo pródigo. Todos conocemos muy bien la historia: un padre que ama a su hijo y lo perdona de forma gratuita. Mi pregunta es: ¿cuál de los dos hijos es su hijo amado? Desde luego, ambos, porque al que lo abandona, el padre lo acoge otra vez como al hijo muerto que ha vuelto a la vida. Y al mayor, que se enfada por la bondad del padre, este le recuerda que todo lo suyo siempre ha sido de ambos.
Esta parábola nos ayuda a entender que, si bien el Hijo amado del Padre es sin duda Jesucristo, nosotros también somos sus hijos amados, porque Él nos ama con el mismo amor con el que ama a Jesús. En otras palabras, la experiencia del bautismo, esa voz del Padre que habla, no debemos interpretarla únicamente en clave exclusiva de Jesús, sino que esa voz nos habla a cada uno de nosotros, todos los días, y nos dice siempre: “Tú eres mi hijo amado”.
Somos el hijo amado
Somos hijos porque somos amados, y somos amados porque somos hijos, de forma gratuita, libre y sin condiciones, como nos recuerda la parábola mencionada antes. No somos amados porque vamos a misa, damos dinero a los pobres, participamos en el Jubileo en Roma o simplemente porque no hacemos daño a nadie. Repito: somos hijos amados sin que se nos pida nada a cambio, por puro y simple amor.
No se trata, entonces, de hacer cosas para adquirir méritos, sino de reconocer este hecho: cada uno es un hijo amado. Se trata de reconocernos en este abrazo del Padre que vela por nosotros más que nosotros mismos. No se trata de hacer, sino de vivir de otra forma, con otra perspectiva, con otras gafas, con un nuevo paradigma.
Vivir como hijos amados implica confiar en que todo lo que nos sucede puede ser interpretado como lo mejor para nosotros. Implica una firme convicción de que lo que nos salva no son las cosas que hacemos, sino el amor que caracteriza lo que hacemos y decimos. Saberse hijo amado significa comprender que somos la boca y las manos de Dios, lo cual conlleva crear relaciones que apunten a la justicia, a la autenticidad, a la paz y a la concordia, al amor y a la reconciliación, a la escucha y al respeto por el otro.
Enraizados en Cristo, un pueblo amado
Ser hijo amado significa vivir enraizados en Cristo, el modelo de Hijo, el rostro del Padre, el ser humano que nos muestra a Dios entre nosotros. Cristo es la forma en que Dios se hace visible y se manifiesta en nuestra historia.
El episodio del bautismo nos muestra lo fundamental que es sentirse hijos de un Padre que nos ama con un amor loco y sin medida. Nos recuerda lo necesario que es, todas las mañanas al despertar y todas las noches al acostarnos, afirmar que no tenemos por qué temer ni sentirnos mal con nosotros mismos. El Padre siempre está allí para repetirnos la misma frase que los evangelios sinópticos dirigen a Jesús: “Tú eres mi hijo amado”.
Ese Hijo amado, que es Jesús, y nosotros, que también somos hijos amados, formamos un único cuerpo, un solo pueblo llamado a amar y amarse, a descubrir las maravillas que Dios realiza en nosotros y con nosotros. Estas maravillas son aún mayores cuando nos dejamos guiar y moldear por el Espíritu, ese Soplo de Vida que llevamos dentro y que nos impulsa a ser una verdadera obra de arte.