Ss. Trinidad

Ss. Trinidad

Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, el insondable misterio del Único Dios en Tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El evangelio que se ha escogido en la Liturgia para este día es él de san Juan.

Empezamos por el contexto: es de noche y Nicodemo se acerca a Jesús para hablar con él; quiere entender quién es realmente este hombre que se hace llamar Mesías; porque su vida, sus palabras, sus actos le atraen, pero todavía no está del todo seguro, está confundido y quiere respuestas. Así Jesús y Nicodemo empiezan un largo diálogo, del que hoy sólo se pone en evidencia un pequeña parte, la siguiente: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios” (Jn 3,16-18).

Aquí, el evangelista Juan, nos dice claramente que Dios (el Padre) es AMOR de tal forma que después de haber creado el mundo, no se queda allí quieto y lejos, en su santidad, si no que quiere comunicarse y lo hace a través de su Hijo, entregándonos, pues, lo más valioso que tiene.

Esta intima relación entre el Padre y el Hijo me trae a la memoria el libro del Genesis, cap 1, 1-3: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: «Exista la luz». Y la luz existió.

Estos versículos nos comunican una realidad donde todo está en el caos, en la incertidumbre (todo está sin forma, vacío y cubierto de tiniebla) y Dios Padre empieza su creación a través de su Hijo, con la Palabra (dijo Dios) y es entonces que aparece la luz y ya, de aquí en adelante, todos los demás elementos de la creación.

¿Qué enseñanzas nos da este relato simbólico? Que el Hijo está desde siempre con el Padre. Éste último, tiene un proyecto, la creación y lo hace realidad material a través de su Hijo, mientras que el Espíritu, que es Dios en acción, su energía vital, se expande por todo lo creado, impregnándolo de lo divino.

Si el mismo comienzo del Genesis nos da a entender que lo que nos rodea no nos pertenece, porque nos precede y es don de Dios, ahora Jesús, a través de su diálogo con Nicodemo, nos quiere desvelar la verdadera esencia de Dios. 

El Dios todopoderoso, santo y omnisciente es el Ser que se da, es el Dar-Se. No solamente nos dona la vida, sino que se nos da por entero, asumiendo nuestra naturaleza humana. No se limita a crear, sino que se pre-ocupa de su creación, ocupándose de ella antes de que sea demasiado tarde. Se compromete con su obra a tal punto que decide limitarse a si mismo haciéndose hombre como nosotros, sujeto al tiempo, al espacio, al dolor, a la muerte.

Es, pues, un perderse en su obra, porque sabe que esa obra es lo mejor que hay y está dispuesto a todo para que ella llegue a su plenitud.

Jesús, enviado por el Padre, no viene a juzgar, a condenar, ni a destruir, sino que viene a sanar, a construir, a salvar. 

Pero, ¿de qué tiene que salvarnos? De nuestros miedos, de nuestra ceguera, de nuestras dudas, de nuestros egoísmos, de la noche oscura del alma en la que estamos y que no nos permite ver con claridad lo que es verdaderamente importante para nuestro crecimiento. 

Jesús, Dios en persona, es el mismo rostro del Padre, su misma boca, su misma mano en acción. Ahora se hace presente para recordarnos nuestra dignidad y aclara de forma definitiva a lo que estamos llamados: ser nosotros también Palabra viva de Dios. 

Porque la Palabra de Dios no está solo en lo que llamamos Biblia; el hombre y la mujer de todos los tiempos están llamados con su vida a ser Palabra de Dios que se hace carne.

Cada vez que el ser humano camina comprometido hacia su plenitud, revela el verdadero rostro de Dios, de tal manera que Dios sigue encarnándose en él. 

Ese camino hacia su cumplimiento no es otra cosa que el dar-se, a imagen y semejanza de su Dios. Es el donarse al hermano y al resto de la creación que lo necesite. 

Aquí reside el verdadero significado de lo que dice Jesús: El que cree en mi no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios”. 

Esta frase no significa que los que tienen otras creencias están perdidos y sólo se salvan los que creen en Jesús. No, no es así. Los que se salvan serán los que habrán vivido plenamente su humanidad, esforzándose día tras día en vencer su egoísmo, su miedo y las demás pequeñeces que intentan arrastrarnos hacia la noche en lugar de dejarnos llenar de la luz del Amor. 

Quien, sin embargo, decide vivir una vida encerrada en si mismo, preocupándose sólo de sus cosas, juzgando, destruyendo a cualquiera que se ponga por delante suya, éste ya ha decidido juzgarse a si mismo, escogiendo morir poco a poco.

El Dios Uno y Trino se nos revela, entonces, como comunión, palabra que en griego significa koinoía, ósea participación, unión, relación. Y lo hace haciéndonos participe de su divinidad y llamándonos a la unión entre hermanos. Esto es el mensaje que hoy debe hacerse presente en nuestra vida y en nuestras comunidades cristianas. 

Allí donde hay pequeños grupos que excluyen a otros, allí donde nos creemos moralmente superiores a los demás sólo porque creemos seguir todo a raja tabla, allí donde el distinto y diferente de mi debe de ser alejado, allí no hay Dios, sólo un pequeño yo con delirio de grandeza.

En esta situación, mejor dejar estar tranquilo a Dios, no lo nombremos, escudándonos en su palabra para creernos en lo correcto. Allí Dios no está, solo está un ídolo que nos hemos hecho a nuestra imagen, un dios hecho por nosotros, pequeño como lo es su propietario. Dios no es de nadie, más bien nosotros somos de Dios.

La Iglesia, la comunidad de creyentes, necesita hoy redescubrir su identidad trinitaria, su espíritu de comunión, revisando, creo yo, su postura hacía unos hermanos que llevan tiempo alejados de ella. Estoy hablando de los divorciados, de los homosexuales y demás orientaciones sexuales que siguen al margen de la comunidad, excluidos como pasaba con los leprosos, publicanos y demás “impuros” en tiempo de Jesús. Y ya sabemos cómo trataba Jesús a estos parias de la sociedad.

Sigamos pues su ejemplo en nuestra vida, dejando que sea él quien venga a transformarnos y hagamos el mismo camino, como comunidad de discípulos suyos, entregándonos, acogiendo, colaborando con Dios en su tarea creadora para llevar todo a su realización plena.

Porque el ego separa, sólo Dios une.

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