SS. Cuerpo y Sangre de Cristo
Hoy celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, lo que generalmente se suele llamar “el Corpus”. Por eso, aprovechando que el evangelio de Juan en el capítulo 6 nos muestra unos versículos de no muy fácil comprensión pero muy reveladores, vamos a profundizar sobre unos elementos fundamentales del día de hoy.
“Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Este es el pan que desciende del cielo, para que el que coma de él, no muera. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo también daré por la vida del mundo es mi carne. Los judíos entonces discutían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Entonces Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre que vive me envió, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí. Este es el pan que descendió del cielo; no como el que vuestros padres comieron, y murieron; el que come este pan vivirá para siempre. Esto dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaúm” (Jn 6, 48-59).
Todo el capítulo 6 de Juan habla de Jesús y el pan. Comienza con la famosa escena de la multiplicación de los panes y los peces y toda la temática se desarrolla hasta que el lector pueda identificar en Jesús el verdadero pan que nutre para siempre; pero para eso, es necesario un cambio de perspectiva.
Este cambio de perspectiva ya había empezado con el éxodo del pueblo judío, de la esclavitud en Egipto, a través del desierto, hacia la tierra prometida.
Todos ya conocemos el enfrentamiento de Moises con el faraón para que este último liberara a los judíos de los trabajos forzosos, las siguientes Diez Plagas, el paso por el Mar Rojo y la travesía del pueblo de Dios por el desierto, hasta llegar, por fin, a la tierra de Canaan.
Siempre hemos estado pensando que el desierto para Israel había sido un periodo de pruebas necesarias para llegar a la libertad de la tan soñada Tierra, pero en realidad ha sido justo en el desierto cuando el pueblo judío ha experimentado la libertad y la cercanía de Dios.
De hecho en la Tierra prometida, cuando se creía libre, tuvo que enfrentarse a continuas guerras con los pueblos vecinos, a invasiones, destierro, destrucciones, fruto de potencias extranjeras (asirios, babilonios, romanos).
Paradójicamente podríamos afirmar que es en el desierto cuando el pueblo se encuentra finalmente libre y Dios, representado por la nube, con su presencia lo guía sin abandonarle nunca.
Es aquí, en el desierto, que también se encuentra solo consigo mismo y con sus miedos; es aquí donde tiene que enfrentarse a la verdadera lucha, que es la interior; porque es ésta la que nos lleva a la verdadera libertad.
Todo el asunto del éxodo entonces es una metáfora de nuestra vida espiritual. En el camino espiritual, si no progresamos es que estamos volviendo atrás, porque nos agarramos a lo seguro, a una situación de tranquilidad y silenciamos al Espíritu, queriendo adormilarle, pero sólo conseguimos adormilar nuestra vida.
En este contexto podemos leer mejor el discurso de Jesús a sus contemporáneos. Si queremos vivir una vida auténtica (vida eterna), hay que ser como el maestro. Él, con su vida, vive en la libertad, un concepto que nada tiene de físico. No estamos hablando de una ausencia de restricciones del exterior, sino de la capacidad de dominio interior para bien nuestro y como don para entregar a los demás.
En este sentido Jesús se presenta como el pan de la vida. El pan es para antonomasia el símbolo de lo que alimenta a los seres humanos, que nos permite seguir existiendo, pero no vivir.
Es por eso que Jesús comenta a los que le buscan después de la multiplicación de los panes:
“En verdad, en verdad os digo: me buscáis, no porque hayáis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el cual el Hijo del Hombre os dará” (Jn 6,26-27).
Ese alimento es Jesús, que se dona a nosotros y nos pide que lo comamos (en el texto de Juan, comer y beber también son sinónimos de creer).
Comer de él significa asimilar su vida, su persona, trasformarnos en él. Porque ya conocemos el dicho: somos lo que comemos.
El Nazareno nos pide que comamos de él para ser, como él, libres de verdad, entrar en la auténtica comunión con nosotros mismos, Dios y los demás.
“El que come de mi carne y bebe de mi sangre, permanece en mí y yo en él”.
Alimentarse de él no es con-fundirse con él, porque mi identidad no desaparece, no se anula.
Tampoco alimentarse de él es canibalismo, porque mi ser no fagocita o es fagocitado por el otro, sino que crece en plenitud.
Es en este sentido que tenemos que leer y vivir la solemnidad de hoy. No como un culto al Dios que se hace presente en la eucaristía, porque Dios no necesita de ninguna adoración de nuestra parte. Dios no necesita cultos ni ofrendas. Dios no necesita de nuestra actuación.
Eucaristía significa darse cuenta que es Dios que se nos dona a nosotros, es Él que toma la iniciativa y se da sin límite.
Un entregarse de Dios que se hace persona en Jesús. Y una entrega de Jesús que se hace real en sus actos, curando, sanando, animando, acogiendo, amando, sin distinciones y sin echarse atrás, dispuesto a dar su vida, su carne, su sangre, aunque eso signifique llegar hasta la cruz, para que nosotros entendamos su mensaje.
La eucaristía es, entonces, recordar todo esto para vivirlo en nuestra carne, encarnando ese Dios que mora en nosotros, saliendo de aquellas zonas de tranquilidad donde nos hemos enjaulados (el Egipto judío) y dejando que el Espíritu nos devuelva a la vida, al crecimiento interior, a la incertidumbre que nos desconcierta pero nos hace dar saltos cualitativos que ni hubiéramos podido imaginar.
En este contexto la misa es, entonces, missio, o sea “envío”. Él, Cristo, se nos da no para que lo contemplemos en soledad, sino para que seamos otros Cristos, enviados para ser alimento para los demás, sanando con nuestras palabras, sonrisas, actos, abrazos, ternura, paciencia, acogiendo al otro en su sufrimiento para ayudarle a levantarse del polvo en lo que se encuentra.
Cristo ha llegado a su plenitud porque de trigo que era ha dejado que el Padre trabajara en él y lo transformara en pan. Sólo así pudo llegar a ser alimento que da la vida.
Nosotros también, en esta fiesta, estamos llamados a dejar que el Espíritu trabaje en nuestro interior para que podamos comprender que nuestra existencia es don de Dios y vivirla significa donarnos a los que más lo necesitan.
El cristianismo, lejos de lo que algunos lo han querido convertir, no es cumplir con unas obligaciones, no es observancia de unos mandamientos, no es culto para glorificar a Dios.
El cristianismo es experiencia de un Dios que se da primero sin esperar nada a cambio, se hace último para servir y lavarnos los pies, que se da todo a nosotros para que nosotros lo tengamos todo.
Eso significa ser a su imagen y semejanza, ser reflejo de un Amor que se da sin medidas, en la seguridad de que es Él que nos trasforma, si le dejamos la puerta abierta para que entre y se quede en nosotros. Todos los días, hasta el fin del mundo.