Somos templo del Espíritu – 3º Domingo de Cuaresma B

Somos templo del Espíritu – 3º Domingo de Cuaresma B

Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»

Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»

Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre. Juan (2,13-25)

El templo de Jerusalén era el lugar más sagrado para un devoto judío. Era la presencia visible del Dios invisible. Era también el lugar donde los sacerdotes oficiaban los sacrificios en favor de los penitentes que subían a Jerusalén para purificarse de sus pecados y recuperar su relación con Dios.

El templo era, también, el lugar donde se recaudaban ingentes cantidades de donativos y por este motivo su tesoro era uno de los más grandes que un reino podía tener. Y también era fuente de muchos negocios. De hecho, como nos recuerda este texto de Juan, había comerciantes en el templo, que vendían animales para los sacrificios y también cambistas, cuyo trabajo era lo de cambiar las monedas extranjeras de los peregrinos en monedas del templo (obviamente con su comisión correspondiente), para asegurar la pureza de toda transacción.

Los peregrinos, que accedían al templo para los sacrificios, iban a comprar animales y leña para el holocausto. Pero había que estar seguros al 100% que fuera todo según las prescripciones de la Torah; o sea que los animales tenían que ser sin mancha, sin defecto, y tampoco podían comer cualquier cosa, para así ofrecer a Dios sólo lo mejor. También la leña tenía que ser perfecta y sin gusanos u otros insectos en su interior, porque estos eran considerados impuros y no podían estar presentes en la mesa del holocausto, en cuanto habrían podido echar a perder todo el sacrificio.

Pero, ¿qué se podía hacer para respetar todas estas prescripciones? ¿Cómo estar seguros que todo lo que se compraba se encontraba en una situación de pureza? Pues resulta que los sumos sacerdotes se ocupaban del asunto. ¿Cómo? 

Ellos pertenecían a la tribu de Levi, uno de los doce hijos de Jacob. A la hora de repartirse la tierra prometida, Dios había dado un territorio distinto a once de las doce tribus de Israel pero no había dado nada a la tribu de Levi (los sacerdotes), diciéndoles que Él sería su herencia y que tenían que servirle en el Templo. 

La historia, sin embargo, muestra que al tiempo de Jesús los sumos sacerdotes eran potentes latifundistas. En sus tierras criaban los animales que luego serían vendidos en el templo, junto a la leña; así, asegurando la pureza del sacrificio, engrosaban sus carteras. Pero el asunto no termina aquí. No toda la carne de los sacrificios se quemaba en holocausto. Algunas partes se dejaban en ofrenda a los sacerdotes para que pudiesen comer de ellas y a veces éstas se rescataban y se volvían a vender como carne comestible, representando así una doble venta con mayores ingresos para los sumos sacerdotes.

Sólo en esta óptica se puede entender la reacción de Jesús que, entrando en el templo, echa de allí a los vendedores y vuelca las mesas de los cambistas. Ellos, en realidad, estaban en el sitio establecido para sus transacciones y no es por esta razón que Jesús se indigna, sino porque con todo el circo que se había montado alrededor del templo, los sacerdotes y los vendedores habían transformado la casa de su Padre en un lugar de comercio.

Esta acción de Jesús no va en contra del templo sino en contra de la élite religiosa que tendría que haberse preocupado del pueblo y de su fe en Dios y, sin embargo, se movía más por razones de dinero. Este hecho es el desencadenante que luego llevará a la condena de Jesús y a su muerte en la cruz. 

Jesús sabía en su interior que su hora estaba muy cerca, puesto que aquel que se enfrenta al poder y lo denuncia, antes o después terminará mal, por subversivo. Tanto tiempo y esfuerzo había significado para la casta sacerdotal llegar a este punto y ahora este visionario quería desestabilizar los equilibrios que para ellos representaban una vida cómoda, segura y de poder. Al fin y al cabo ellos representaban a Dios y sus intereses, mientras que Jesús era un charlatán, con la agravante que mucha gente compartía sus ideas. Por eso había que eliminarle.

Si la élite religiosa es movida por sus intereses, el interés de Jesús es que se vuelva a una fe autentica, genuina, que ponga al centro a Dios y el bien del ser humano. Por eso dice el evangelista que “sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: El celo de tu casa me devora”. Es el celo del verdadero profeta que denuncia sin miedo a todo aquel que pone a Dios a servicio de sus intereses, haciendo que sea Éste a imagen y semejanza suya, desvirtuando el sentido de todo elemento religioso.

No contento con lo que había hecho, ahora Jesús cuestiona el templo como lugar de Dios. ¿Puede Dios vivir solamente en un templo? ¿No es ésta a lo mejor la manera para decir que sólo la institución es la que puede hacer de mediadora entre Dios y los seres humanos? Si allí está Dios y somos nosotros los responsables del templo, entonces somos nosotros que decidimos quién puede entrar y lo qué se tiene que hacer para estar en comunión con Él.

“Pero él hablaba del templo de su cuerpo”. Dios está en cada uno de nosotros, porque el ser humano es el verdadero templo de Dios. Él habita en nuestro interior y es por eso que Adán, como nos cuenta el libro del Génesis, adquiere vida gracias al soplo de Dios, su espíritu (Gn 2,7). El mismo San Pablo nos recuerda que somos templo del Espíritu (1Cor 6,19) y que es gracias a él que podemos decir como Jesús: “Abba, Padre” (Rom 8,15).

De esta forma no existen lugares más sagrados que otros, ni tampoco una separación entre lo sagrado y lo profano, porque Dios vive en toda la creación. Podemos además decir que toda la creación vive en él y que, entonces, Dios es nuestro lugar, el “espacio” en el que vivimos y nos movemos. Lo que pasa es que en algunos lugares, más que en otros, somos nosotros que nos hacemos más conscientes de su presencia, sin que esto signifique que allí él es más presente.

Deseo, entonces, a todos nosotros que no caigamos en la tentación de poner a Dios como excusa para encubrir nuestros intereses personales; que la religión que vivimos no sea la excusa para imponernos sobre los demás y cometer las peores atrocidades en “su nombre”. Que podamos descubrir a Dios en cada uno de nosotros, en lo más hondo de nuestras existencias, así como presente en los demás y en todo lo que nos rodea. Porque en cada uno de nosotros está presente la totalidad de la divinidad que, cada día, se encarna en nuestras existencias.

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