La Luz habita en nosotros – II Domingo de Navidad

La Luz habita en nosotros – II Domingo de Navidad

En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.

Él estaba en el principio junto a Dios.

Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.

No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.

El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.

En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.

Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.

Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.

Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,

ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo:

«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».

Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.

Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer. (Jn 1,1-18)

Si echamos un ojo a los dos primeros capítulos del libro del Génesis, se pueden sacar en claro dos elementos:

  1. Dios y el ser humano están en relación, son ambos el “tú” para el otro;
  2. El ser humano es imagen y semejanza de Dios, es teomorfo.

Estos dos puntos fundamentales se hacen muy concretos en Jesús de Nazaret. Él percibe su vida y su existencia en unión estrecha con el Padre, un vínculo único que hace de él un personaje tan carismático que no sólo atrae a sí mismo un gran número de seguidores, sino que también hoy en día sigue fascinando a creyentes, agnósticos y ateos.

En Jesús se hace plena y completa aquella humanidad a imagen y semejanza de Dios que en Génesis se había anunciado. La luz, la energía vital y el carisma eran tan fuertes en ese galileo que el grupo que le seguía percibía una concreta presencia de Dios, hasta tal punto que durante la última cena, le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.». Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-9).

Ahora bien, todo esto no es prerrogativa de Jesús. Todos nosotros estamos llamados a ser ese tú, interlocutor de Dios y sentirle a él como nuestro tú. Y todos nosotros somos imagen de Dios, y más nos pareceremos a él si hacemos nuestras las enseñanzas del Nazareno.

Sin embargo, este sendero no está lejos de peligros; de hecho esta transformación no es un traje que desde fuera me va cambiando por dentro. El ejemplo más claro son Pedro y los demás apóstoles que, a pesar de ser los más cercanos al maestro, eran los que menos entendían y que al final lo abandonaron. 

Este es, más bien, un viaje interior, un continuo mirar dentro de nosotros, para hacer como ciertos gusanos; ellos ya tienen todo lo que necesitan para ser mariposas y poco a poco, pasan a ser crisálida para terminar su metamórfosis y volar con sus elegantes alas. Nada han tenido que buscar fuera, porque todo lo tenían ya dentro de sí.

Lo mismo pasa con nosotros: dentro ya tenemos todo lo necesario para esa transformación. Dios nos ha capacitado para ello. El problema es que no nos conocemos a fondo y hay que empezar por allí. La experiencia nos demuestra como la mayoría de las veces nosotros somos nuestros peores enemigos, porque somos los que ponemos pegas y obstáculos a nuestro crecimiento.

Al final somos como bombillas; ellas son estupendas sólo cuando las conectamos a la electricidad y son capaces de hacernos ver hasta en la más profunda oscuridad.

Y nosotros como ellas: sólo si conseguimos mirarnos dentro y descubrir la belleza interior que llevamos, entonces en este momento conseguimos conectarnos con la luz divina que nos hace brillar y seremos capaces de hacer grandes cosas a servicio de nuestros hermanos.

Conocer nuestras cojeras y nuestros puntos fuertes nos hace más humildes y agradecidos por lo que somos.

Este viaje interior es fundamental para descubrir la luz que brilla en nosotros y que sólo espera a que la saquemos, la aprovechemos, para nuestro bien y el de los demás.

Somos uno con el Dios que nos ha dado la vida. Esta profunda unión es lo que tenemos que descubrir para vivir orgullosos y agradecidos, en continuo crecimiento interior y disfrutando de la vida, haciéndonos también nosotros luz para todos los que necesitan salir de las tinieblas en las que se encuentran atascados.

Que podamos descubrir esta luz que llevamos dentro y hacernos luz para los demás.

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