Religión es cuidar y amar – XXII Domingo B
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.» Mc 7,1-8.14-15.21-23
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Es muy triste ver como hoy en día estas palabras siguen siendo de gran actualidad. Porque la razón primera de la religión tendría que ser la de unir al creyente con Dios; pero no sólo con Él, sino con los demás seres humanos y con toda la creación. La religión es cuidar y amar.
La persona que ha hecho experiencia de la Realidad Última, de hecho, descubre que todo lo que tiene y vive es un don recibido; un don que no se puede aprovechar totalmente si se “usa” solo para el propio provecho porque, de lo contrario, se estropea y pierde su esplendor. Lo que pasa, sin embargo, es que desde pequeños estamos acostumbrados a recibir regalos y hacerlos tan nuestros que ya no sabemos compartirlos y hasta los usamos para diferenciarnos de los demás y mostrar así las “cualidades” que tenemos y que nos hacen mejores con respecto a los otros. El don que habíamos recibido como signo de amor y para crecer, entonces, se transforma en un instrumento para separar y engordar nuestro ego.
La misma dinámica se camufla muchas veces en nuestra forma de ser creyentes y en nuestra religión. Ésta, a veces, en lugar de ser vehículo para entrar en relación con todos los seres cercanos y lejanos se transforma en una especie de grupo que nos hace sentir seguros, porque no estamos solos, a salvo y mejores con respectos a aquellos que no forman parte de él. Las guerras de religión son la prueba de cómo los seres humanos somos fáciles en caer en esta trampa. El otro es distinto de mí y si además no tiene mi cultura, mis tradiciones, mi visión de la vida y mis creencias religiosas es, entonces, un blanco fácil de temer. Si a todo esto luego se añaden otros factores, como la presencia de una institución u organización dentro de la religión que se deja llevar por ese miedo, o la búsqueda de poder, relevancia y dinero, poco espacio se deja a Dios, porque ya todo está ocupado por los intereses humanos (cf. la situación en Afganistán).
Esto, entonces, pasa a la religión cuando se desvirtúa y se desvía de su sentido original. Cuando se da valor absoluto al mensaje religioso y se transforma en una doctrina que observar, se pierde de vista lo único que cuenta de la religión: la capacidad de amar y de abrirse a los demás. Porque la religión no está hecha para salvaguardar el honor y los derechos de Dios, sino para entender que no podemos vivir dominados por el miedo, los caprichos, la violencia, la sed de poder, la indiferencia. Sólo se ama a Dios a través del amor hacia los demás y el cuidado de nuestra casa común.
Un ejemplo claro se puede ver con nuestro cristianismo: la gran Iglesia aguanta unida durante un milenio, para luego separarse en ortodoxos y católicos por razones políticas (¿quién tiene más poder: el patriarca de Costantinopla o el obispo de Roma?) y de doctrina (¿el Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo o sólo del Padre?). Luego llega Lutero con su Reforma, apoyada por ciertos monarcas europeos que querían deshacerse del poder temporal de Roma en sus estados. De allí saldrá el famoso principio “cuida regio, esús religio”. Otro gran cisma es el de la iglesia de Inglaterra porque Enrique VIII quería separarse de su mujer Catalina y casarse con Ana Bolena, pero el papa no acepta la petición de nulidad y ya conocemos el final.
Cualquiera que no sea cristiano y que supiera algo del mensaje de Jesús, se quedaría sorprendido, porque por un lado resuena en su oído el mensaje de amor, libertad, y sanación del maestro de Galilea y por otro lado mira al resultado a lo que ha llegado la comunidad de sus discípulos. Entonces, vivir la religión como un conjunto de doctrinas no es la forma auténtica de encontrar a Dios, ni a si mismo o a los demás. Porque lo que me permite esta unidad no viene de lo que está fuera de nosotros, doctrinas, ritos, tradiciones costumbres, sino de saber cuidar de nuestro jardín interior y descubrir que allí está todo lo que hace falta para una vida de unión, plenitud y comprensión.
Como el mismo Jesús dice, lo bueno y lo malo nacen de nuestro corazón. Crecer en la fe significa entonces también madurar y descubrir en la nuestra más profunda intimidad lo que significa para cada uno de nosotros el bien y el mal en los miles de momentos en los que, en nuestra vida, estamos llamados a decidir. Porque, en fin de cuentas, no son los rituales y las verdades de fe los que nos hacer personas plenas y maduras; lo dice el mismo salmo de este domingo: “El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo ni difama al vecino. El que no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que así obra nunca fallará”.
Deseo para todos nosotros poder recorrer este camino de maduración interior y en la fe, apuntando siempre a lo que nos une más que a lo que nos separa. Que no nos escudemos detrás de la palabra “Dios” para imponer nuestras ideas y visiones del mundo; éste no es Dios sino solo “yo”. Necesitamos religiones que creen un mundo de paz, amor, justicia, misericordia, compasión, unión, solidaridad. Como cristianos colaboremos, entonces, con Jesús en esta misión, porque éste es el culto que Él quiere.