Recompensas y poder – XXIX Domingo B

Recompensas y poder – XXIX Domingo B

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: «Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.»

Les preguntó: «¿Qué queréis que haga por vosotros?»

Contestaron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.»

Jesús replicó: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?»

Contestaron: «Lo somos.»

Jesús les dijo: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado.» Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.

Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.» Mc 10,35-45

Santiago y Juan no son muy diferentes de nosotros. El mismo Pedro, poco antes, había recordado a Jesús: “Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo para seguirte” (Mc 10,28), ¿y ahora qué? Nosotros, como ellos, vivimos a la secuela de Jesús esperando una recompensa. Al final es difícil no hacerlo, puesto que desde pequeños estamos acostumbrados a ser castigados si hacemos algo que no está bien y a esperar un premio cuando hacemos algo correcto. Esta mentalidad la encontramos también en nuestro mundo religioso, no sólo en los tiempos de Jesús (el justo perseguido encontrará en Dios su salvación y el malvado, aunque parece tener éxito, terminará en el olvido). También hoy sigue vigente la idea que paraíso e infierno son el destino de aquellos que han vivido con y sin Dios, premio y castigo por lo que se ha hecho o dejado de hacer.

Santiago y Juan, entonces, lo han arriesgado todo para estar con Jesús y ahora le piden una recompensa para un futuro no muy lejano: sentarse a su derecha y a su izquierda, para gobernar con él. Al final, siempre está presente el riesgo de unir a Dios con el poder: si yo sigo a Dios y cumplo con su voluntad, Él terminará ganando y yo con Él; si Él me envía, es que me da autoridad para actuar y hablar en su nombre y los demás tendrán que escucharme, si no quieren quedarse fuera del proyecto de Dios. Pero Jesús no había venido para gobernar: huye cuando quieren hacerle rey (cf Jn 6,15). Tampoco quería obtener algún título: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios” (Mc 10,18).

Su misión no era la de ser adorado y estar al centro de su anuncio, sino lo que quería era que se escuchara su voz y se viviera su mensaje. Pero su palabra creaba división. Algunos los seguían y otros lo creían un loco, un blasfemo, un poseído por Satanás. Es por eso que Jesús ya sabia que reformar la idea de Dios iba a acabar con su vida. Su hablar era duro y su vida de entrega hacia los olvidados estaba muy lejos de buscar fácil consenso y puestos de poder. 

Jesús, sin embargo, no regaña a Santiago y a Juan por sus pretensiones, sino les advierte sobre el futuro que le(s) espera: beber el cáliz de la pasión y sumergirse en el bautismo de una muerte que da vida plena. Jesús no promete recompensas: no a ama por amor a Dios, sino porque se ha hecho amor; no se dona porque tiene que estar unido al Padre, sino porque se ha hecho don.

Jesús se ha liberado de los egoísmos y de la mentalidad que nos lleva a usar al otro para mi propio bien. Ahora, libre, entiende que la recompensa no está fuera de él, sino que es ser él mismo. Es obvio que Jesús no quería morir ni le hacía gracia sentirse perseguido. Pero lo que no quería era ser otro, adaptándose a la forma de pensar y actuar que él no compartía. Esta actitud, sin embargo, tenía su precio.

La comunidad de discípulos, entonces, según nos muestra el evangelista Marcos, es aquella que no actúa siguiendo los criterios de otros grupos. Estos últimos buscan la gloria y el poder que están lejos de la verdadera vida, porque se fundan sobre el egoísmo, el querer dominar y someter. Los que dicen seguir a Jesús, sin embargo, son sus discípulos si buscan la gloria y el poder auténticos, que se traduce en amar libremente, donándose sin buscar recompensas.

Al fin y al cabo, éste es el sentido de las palabras de Jesús en la última cena: yo soy este pan y este vino, donándome a vosotros; haced vosotros lo mismo. Y éste es el sentido del lavatorio de los pies: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 14-15).

Éste es el reino que Jesús quería realizar y que dejó a sus discípulos, nosotros, para que lo hiciéramos realidad: una sociedad donde no se quiere someter a otros, sino que se nos ayuda a ser libres; donde no se nos sirve de las personas, sino que se les sirve para su bien; donde no se cuida simplemente lo que yo quiero, sino que la necesidad del otro es el centro; donde ya no hay unos pocos que dominan y todos los demás que obedecen, sino que todos, en la medida de sus posibilidades, se responsabilizan para crecer y crear un mundo mejor. La vía del servicio a la que Jesús nos invita, entonces, se muestra como antídoto contra las divisiones y las luchas, fruto de los egoísmos, la violencia, el miedo, la soberbia, y de esta forma nos abre a la vida, para edificar, unir, dar esperanza y amor.

El reino de Dios no es algo que empieza fuera de nosotros. Este reino es ante todo una transformación interior, un cambio de mentalidad, un dejarnos cada vez más iluminar por dentro y descubrir esa luz que llevamos y por la que Jesús dice: “vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). Pero todo esto, que por un lado ya nos ha sido dado, tenemos que descubrirlo a través de un largo camino. De hecho, para donarse hay que poseerse, es decir ser libre, ser una persona reconciliada consigo misma. Es libre aquel que ya no está atado a sus visiones, pasiones, a su pasado, a sus preocupaciones, porque sabe que es más que todo esto. Pero quién está fuera de su equilibrio, lo será también hacia los demás. No se posee y querrá poseer, dominar y controlar, puesto que es más fácil controlar a otros que a sí mismo

Ese no estar en equilibrio, no poseerme y conocerme crea ansia y miedo. Es este miedo que me lleva a querer dominar, controlar, agarrarme a las cosas y a las personas. Las tengo para mí, para que no me quede sin ellas. Pero el soltarlas no es perderlas, sino evitar que nos controlen. Creemos controlarlas, porque las dominamos pero nos dejamos controlar por ese mismo miedo: el amo necesita de su esclavo como éste del amo, en una relación tóxica que se cierra a la vida.

Sabemos que es más fácil obedecer que esforzarse en ser libres. La libertad tiene su precio y cuando se alcanza y se quiere ayudar a otros, te encuentras chocando con el poder que, sin embargo, no está dispuesto a ceder su dominio. Así que deseo para todos nosotros conseguir abandonarnos, dejando egoísmos y ansias de poder, no solamente a nivel personal, sino también a nivel de comunidad, civil y religiosa. Una Iglesia cuyos miembros no miran a sus intereses será cada vez más conforme a la idea que tenía Jesús. Una Iglesia y unos cristianos que “ejercen el poder” para ponerse al servicio de un mundo mejor, será de esta forma a imagen y semejanza de su Señor.

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