Pentecostés

Pentecostés

“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20,19).

Esta frase con la que empieza hoy la lectura del evangelio, en esta fiesta de Pentecostés, me hace pensar en nuestra condición humana. Empezamos desde pequeños a tener miedo y conforme crecemos, ese sentimiento se va haciendo cada vez mayor, si no nos encaramos a él.

El miedo es como un parásito con la planta; se instala en ella, va quitándole su vitalidad y belleza, hasta que empieza a secarse, a perder ese color particular que la hacía especial y, si no hay nadie que ponga remedio, el parásito terminará con ella. Pues lo mismo pasa con nosotros: va entrando despacito en nuestra vida hasta tomar el control.

Pero, ¿a qué tenemos miedo? Tenemos miedo a que nos digan que no o a lo mejor que nos digan que sí; miedo al fracaso, miedo al éxito, a perder el trabajo, a ser traicionados, a que nos rompan el corazón, a perder a un ser querido, miedo a lo distinto, a lo desconocido, al imprevisto o a vivir siempre en lo previsible… y la lista podría ser mucho más larga.

El miedo, entonces, nos paraliza, nos hace perder la serenidad, la alegría, nos encierra en nosotros mismos, donde nos creemos seguros, en el lugar donde creemos que nada y nadie nos puede hacer daño, como aquellas puertas que los discípulos habían cerrado.

El miedo nos empequeñece, nos hace sentir impotentes, magnifica el peligro que puede tener una cierta realidad y lo lleva a un limite imposible de solventar; pero lo gracioso es que todo esto sucede en nuestra cabeza, es una película que nos estamos contando, donde nosotros somos los guionistas, los directores, los actores protagonistas y secundarios, el bueno de la película, el malo y las víctimas.

De este modo, viviendo con miedo, dejando que nos controle y paralice, en realidad ya no vivimos, porque simplemente estamos muertos, inertes, estériles por dentro.

Es que a veces nos olvidamos de los talentos que el Señor nos ha dado y que estamos llamados a ponerlos en practica, para seguir colaborando en la obra creadora de Dios.

Pero sobre todo nos olvidamos de una cosa: estamos hechos de Dios.

Así nos recuerda el libro del Génesis, cuando dice que “Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (2,7). Aquí el mensaje es claro: Dios nos hace participes de Sí mismo, de su aliento, de su espíritu, de su poder, de su belleza. Y lo mismo pasa en el evangelio de hoy: Jesús “exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22).

El día de Pentecostés, entonces, es el día en que tenemos que volver a tomar el control de nuestras vidas. Es el momento de hacer experiencia del Espíritu y dejar que Él actúe en nosotros.

Pero, ¿cómo hacer experiencia del Espíritu? Pues haciendo silencio, entrando en nosotros, dejando de hablar para que sea Él la voz que escuchar.

Hay mil cosas que diariamente nos distraen de lo principal y nos hacen sentir ocupados y preocupados pero no satisfechos.

La paz, el amor, la felicidad no están fuera de nosotros, en los objetos que tenemos, sino en el Dios que ha tomado su morada en nosotros y espera paciente que le demos espacio para que pueda hacer maravillas. Centrémonos más en nosotros, entonces, no en sentido egoísta, sino con el fin de descubrir el tesoro que llevamos dentro y que nos cambia la vida.

Dediquemos más tiempo cada día para leer, meditar, reflexionar, dar gracias y hacer todo tipo de actividades que saquen la mejor versión de nosotros. De esta forma, encendidos por el Espíritu que llevamos dentro, el miedo dará paso al Amor, a lo nuevo, a la vida.

Iremos poco a poco neutralizando a ese parasito paralizante llamado miedo y la vida recobrará su luz, sus colores y alegrías; las mismas dificultades se podrán llevar con otra actitud.

Los talentos, hasta ahora ocultos en nosotros, volverán a brillar, porque empezarán a dar fruto, porque el Espíritu es vida, creatividad, es libertad, es fecundidad, es generador de belleza, es amor, es diversidad.

Este es el día de Pentecostés, el día en que Dios nos recuerda que estamos aquí para vivir una vida en plenitud.

El miedo es fruto de nuestra poca experiencia del Espíritu y eso sólo trae violencia, intransigencia, tristeza, enemistad, esterilidad, muerte, una vida con el freno de mano echado. Pero en nuestras manos está dejar espacio al Espíritu y apostar por una nuevo comienzo.

Redescubriremos en nosotros el poder creador que Dios nos ha insuflado dentro, un poder que nos abre al mundo y a los demás. Transformados por el toque suave del Espíritu, el amor será entonces nuestra arma más poderosa. Sólo guiados por Él, aprenderemos a perdonarnos y perdonar, a aceptarnos y aceptar a los demás tal y como son, tal y como somos, a amarnos y amar a los demás, con sus debilidades y con nuestras debilidades que nos hacen auténticos y originales.

El otro dejará de ser una amenaza, un adversario, alguien que hay que quitar del medio antes de que él nos quite de en medio a nosotros.

A partir de ahora, él será otro hermano más, distinto de mi pero igual que yo. Al que puedo cuidar, con el que compartir nuestros dones, que nos enrique con su presencia y que hace más grande la nuestra.

Sólo así podremos acoger los que son diferentes de nosotros, por color, etnia, credo, orientación política o sexual, porque ser del Espíritu significa respeto de la alteridad.

De esta forma, aunque hablemos lenguas distintas todos nos podremos entender.

Porque aunque diferentes (cada uno con sus idiosincrasias), si hacemos que sea el Espíritu quien conduzca nuestras vidas, entonces el punto de referencia dejará de ser nuestro ego; dejaremos así de abrazar nuestro pequeño mundo para abrazar a toda la creación y a los demás hermanos.

Empezaremos a vivir como real imagen de Dios, a ser como Cristo mismo, a vivir como Dios, porque hemos sido transformados por Él en Él.

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