Pan y vino para los demás – Corpus Christi B
El primer día de los Azimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?»Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: «El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?»
El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros.»
Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.
Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: «Tomad, este es mi cuerpo.»
Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella.
Y les dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos.
Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios.»
Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos. Mc 14,12-16.22-26
Todo el mensaje y la vida de Jesús giran en torno a unos elementos claves. La comida es uno de ellos. Su afán tenía una finalidad: mostrar a su gente la presencia bondadosa y cercana de un Padre que sostiene y cuida. Esta Presencia nunca abandona a nadie y siempre espera pacientemente al hijo que, a lo mejor no sabe que se ha equivocado, pero que tiene siempre otra oportunidad para Él.
La experiencia que Jesús estaba haciendo de este amor fontal, que él llamaba Padre, no podía quedarse sólo en su esfera íntima y personal; era necesario compartirlo con otros para que también los demás pudiesen escucharlo y descubrir esta maravillosa realidad de íntima comunión. Y así Jesús entendió que podía usar el momento de la comida como cifra de todo esto. De hecho, nuestra cultura mediterránea sigue teniendo en la comida familiar y con amigos uno de los momentos más bonitos de comunión que se puedan experimentar, así que no es difícil entender lo que quería transmitir Jesús.
Si nos fijamos en los evangelios, sin embargo, Jesús no se limitaba a comer con sus amigos. Nuestra cultura y educación nos acostumbran a comer y dejar entrar en nuestro mundo personal sólo a aquellas personas que conocemos y con las que compartimos ideas y sentimientos. “Cuidado con los desconocidos”, es lo que repetimos y lo que hemos escuchado muchas veces de pequeños. Pero Jesús rompe los esquemas, porque el Padre no hace distinciones a la hora de amar. Es por eso que él comparte la mesa con todos: con los piadosos y muy bien vistos fariseos así como con los marginados y rechazados publicanos y pecadores, porque todos están invitados al banquete que el Padre está preparando.
La comida entonces es un símbolo que habla de la identidad de Dios. Él es comunión. Y Jesús quería mostrar Su rostro con su forma de actuar, poniéndose a disposición de todos aquellos que querían dejarse transformar a una vida nueva. Jesús descubre un Padre que siempre está disponible para el bien de su hijo y la respuesta es clara: soy hijo y entonces seré como mi Padre, siempre disponible para el bien de mis hermanos. El amor es autentico cuando se transforma en servicio.
Esta idea del amor que lleva al servicio está a la base de la última cena y es la que da sentido a las palabras de Jesús sobre el pan y el vino. Todos, en la época de Jesús, sabían como se hacían el pan y el vino. El primero viene de unas semillas que, plantadas, se resquebrajan y se transforman en espigas. Éstas luego se recogen y se separa el fruto de la paja. Después de esta “purificación”, el grano se muele, transformándose en harina, polvo que tratado y horneado deviene pan, comida que está en todas las mesas y alimenta al rico y al pobre, sin distinciones. Lo mismo ocurría con las uvas: éstas se recogen, se pisan, el mosto se guarda en barricas y después de la fermentación, se prensa y se deja reposar en barricas de madera para que, llegado el momento, se pueda usar como lo que todos conocemos con el nombre de vino.
Pan y vino, elementos comunes en todas las mesas, entonces, son el resultado de un largo trabajo de transformación, prensado, molido, que lleva una realidad a devenir otra, que ahora alimenta y enriquece la vida. Es así que se veía Jesús al identificarse en aquel pan y aquel vino. “Este es mi cuerpo, este es mi sangre”, mostrando a sus amigos el pan y el vino. “Sabéis que yo he entregado mi vida como estos granos de trigo y éstas uvas; ellos se han donado, transformándose en alimento y así he hecho yo, haciéndome disponible para todos, para alimentar vuestra vida con el amor del Padre. Haced vosotros lo mismo que yo he hecho”.
Cada vez que participamos a una misa, estas palabras de Jesús y este pan y vino no son simplemente un recuerdo de lo que hizo Jesús, sino alimento para que también nosotros hagamos lo mismo. Nos transformamos en lo que comemos. En la medida en que creemos que Jesús se ha entregado para que nosotros hagamos lo mismo y que aquel pan y aquel vino son la presencia real, misteriosa e insondable de esta entrega, entonces nosotros nos alimentamos de esta vida transformada para hacernos también nosotros pan y vino para los hermanos, disponibles para su bien, sin condiciones ni recompensas. Como el Padre, que ama a justos e injustos y siempre mira para nuestra plenitud, a pesar de nuestra ceguera.
En esta fiesta del cuerpo y sangre de Jesucristo, deseo para todos nosotros hacer experiencia de este misterio de amor, que es el Padre que se dona, el Hijo que se entrega, el Espíritu que se hace disponible con su soplo vital. Que nos dejemos transformar en pan que sustenta a los que necesitan fuerza y vino que conforta y transmite alegría a los que buscan un poco de luz en su vida. Tomar de este sacramento, entonces, nos hará sacramento, signos eficaces de la presencia real de Dios en nuestras vidas y en el mundo.
¡Feliz Corpus!