No temáis – XII Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.» (Mt 10, 26-33)
Hoy me quiero quedar reflexionando sobre dos conceptos de la lectura del evangelio de este domingo: el primero es el miedo.
Jesús está hablando con sus apóstoles y les exhorta a no tener miedo a la hora de proclamar su palabra. Ahora, si nos paramos un poco, podemos preguntarnos: ¿de dónde vienen nuestros miedos?
Desde luego hay momentos en los que el miedo es un elemento fundamental para la supervivencia; sin miedo nos volveríamos quizás muy temerarios y atrevidos, causando daño a nosotros y/o a los demás. Este tipo de miedo es perfecto para pensar bien las cosas antes de actuar.
Pero hay otro tipo de miedo que desarrolla sus raíces en la falta de confianza en nuestras capacidades; si no me veo capaz de alcanzar mis deseos y no me creo al altura de la situación, es allí, entonces, donde empiezo a sentir miedo al fracaso, a perder la relación, el trabajo, la salud, la seguridad de lo conocido, miedo a lo que llamamos hoy día “salir de la zona de confort”.
Es ese tipo de miedo que me paraliza porque me hace sentir impotente, perdiendo el control de la situación, donde el poder sobre mí y lo que me rodea desaparece, donde dejo de ser yo el que “lleva el control”.
Actuando por miedo, me dejo doblegar por él y hago lo que sea para controlar la situación y no perder lo que para mí tiene valor. Ya no decido con libertad, ya no me domino, sino me dejo dominar por mis temores, y lo que yo quiero tener acaba teniéndome a mí. Soy ahora esclavo de lo que en principio quería controlar, perdiendo de esta forma mi autenticidad, me desvío, me transformo en mí peor versión: la que está muerta de miedo.
Es en esta situación en la que Jesús nos recuerda que la vida, el universo, no está lleno de peligrosos planes para terminar con nuestras vidas y nuestros sueños. Que nuestra existencia contiene en sí la plenitud de posibilidades y que todo puede realizarse si empezamos a creerlo de verdad.
Como siempre el modelo de referencia es Jesús. Él es verdaderamente el hombre libre, porque sabe que no tiene nada que perder, porque su confianza es total en el Padre y en su Amor. No es que Él no haya tenido miedo, sino que consigue sobreponerse a ese miedo sabiendo que nada se pierde cuando se actúa para el bien común y un bien mayor.
Él nada teme perder, porque sabe que nada es suyo. Todo en esta vida es un don y así como nos viene entregado en préstamo, para que nos acompañe en nuestro camino, llegará el momento de tenerlo que soltar.
A veces pienso que si fuéramos capaces de vernos con los ojos de Dios, todo perdería su actual valor y todo cobraría su auténtico valor. Nos sentiríamos tan amados y cuidados que esa fuerza nos daría el valor para enfrentarnos a todo; y aunque tuviéramos que sucumbir, lo haríamos siempre con la cabeza muy alta. Esto es justo lo que experimentó Jesús y lo llevó a ser y hacer lo que ya sabemos, porque vivía en, desde y alimentado por este Amor.
Al final somos como un barco; estamos hechos para soltar el ancla y surcar los mares; dejar la tranquilidad del puerto, con su seguridad que nos oxida, para navegar por la incertidumbre de unas aguas que no sabemos exactamente donde nos llevan, pero que nos harán descubrir quienes somos en realidad, cuál es nuestro destino final y todas nuestras capacidades.
Sólo quien vence el miedo y se atreve, sólo él será capaz de descubrir nuevos mundos dentro de sí mismo. Como un navegante explorador que descubre nuevas tierras aunque eso signifique sentirse perdido porque estás rodeado de agua y no tienes más punto de referencia que tus conocimientos y lo que sabes leer en la naturaleza que te rodea.
Perder el miedo a perderse para, al final, encontrarse de verdad.
La segunda reflexión de hoy vierte sobre la frase de Jesús que dice: “Y, sin embargo, ni uno solo (de los gorriones) cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre”. Aquí Jesús, para dar confianza a sus discípulos, compara el hombre con unos pajaritos. ¿Qué valor pueden tener unos pájaros para los hombres? Pues muy escaso, y sin embargo el Padre cuida de todo. Con mayor razón cuida de los hombres.
Ahora esta frase (ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre) muchas veces ha sido entendida y explicada de forma equivocada, haciendo entender que nada pasa si Dios no lo quiere.
Esta forma de pensar en Dios nos lleva a creer que todo lo que pasa es fruto de la intervención de Dios. No es raro escuchar, entonces, algún que otro cristiano decir, cuando alguien se ha muerto, que Dios se lo ha llevado, o si un niño se enferma o sucede una catástrofe, nos preguntamos por qué Dios no ha hecho nada para pararlo o llegar hasta a pensar que lo ha enviado Él, según la tesis de los más apocalípticos.
Esta concepción de Dios intervencionista en cada uno de los sucesos no tiene nada del Dios de Jesucristo, porque si volvemos a la frase y la leemos en su texto original griego, no se habla de ninguna “voluntad” del Padre; más bien se afirma: ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre.
Es decir que nada ocurre sin que el Padre lo sepa. Él está al tanto de lo que pasa, no se olvida de ninguno de nosotros, pero no interviene de forma arbitraria, sino que se autolimita: su Amor hacia nosotros es tan grande que no decide por nosotros, deja espacio a nuestra libertad para que seamos nosotros quienes intervengamos, quienes asumamos el control y la responsabilidad de las cosas.
Él (Dios) no actúa por encima de sus criaturas o en lugar de ellas, sino que las alimenta para que sean ellas las que se pongan manos a la obra. (Carlo Molari).
Dios entonces no nos salva del dolor y del sufrimiento, sino que está EN ese dolor y sufrimiento para darnos la fuerza necesaria para seguir adelante.
Si cuida de unos seres como los pájaros, insignificantes y hasta nocivos en el imaginario del oyente al tiempo de Jesús, cuanto más cuidará de nosotros. Y si nada se le escapa, hasta poder decir metafóricamente que conoce el numero exacto de nuestros cabellos, nada podrá dañarnos, sabiendo quién está a nuestro lado y vela por nosotros.
Sentirse amado primero, para amarse y amar a todas las criaturas es, entonces, la experiencia fundamental de Jesús y esa debe de ser la vivencia de cualquiera que quiere seguirle. Esto significa ser cristiano.
Feliz domingo.