No siervos, sino amigos – 6º Domingo de Pascua B
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.» Juan (15,9-17)
A vosotros os llamo amigos. Es claro que podemos entender este pasaje del evangelio sólo si lo miramos desde nuestra experiencia de amor. Todos hemos amado alguna vez a otra persona, como amigo, como amante, como hermano, como hijo, como padre y un largo etcétera. Pues, cuando vivimos este amor, nos sentimos verdaderamente unidos a esta persona; esto significa que, si por un lado nos reconocemos diferente de ella, por otro lado la sentimos como “nuestra”.
Este concepto de “nuestro” no tiene que ser entendido en el sentido de posesión: estaréis de acuerdo conmigo que nadie puede poseer a otra persona, porque estaríamos en el egoísmo más absoluto. Lo que quiero comunicar es que este amor auténtico nos permite sentir al otro como parte de nosotros, sangre de nuestra sangre; es lo que pasa a veces con ciertos amigos con quienes nos sentimos tan unidos que ya los consideramos “hermanos”. Es como si las barreras entre el tu y el yo se hubiesen caído y nos sentimos uno.
La misma experiencia ocurre entre los que se casan; es por eso que se dice: “y serán una sola carne”. Nadie es su sano juicio podría decir que dos personas que se quieren y se casan ya no son dos sino uno, perdiendo su identidad; lo que aquí se quiere expresar, en realidad, es que el amor que fundamenta esta relación es tan grande que ahora los dos se sienten profundamente unidos.
Ésta es la experiencia que tiene Jesús con el Padre. Él se siente tan amado por su Padre y es tanto su amor por Él que, aunque reconociendo su diferencia, se sabe uno con Dios. Y Jesús vive lo mismo con sus discípulos: ellos (nosotros) no son siervos, inferiores como en la relación con un amo, sino que son amigos, iguales que su maestro, de la misma dignidad. Son (somos) amigos y esto significa, como he dicho antes, un compartir vivencias tan especiales que ya se ha creado una relación de hermandad donde lo mío es tuyo, lo tuyo es mío; tú eres yo y yo soy tú. Nos reconocemos diferentes pero unidos como uno.
Lo que pasa es que nos hemos desviados: Jesús nos ama y se identifica con nosotros, sintiéndose unido a nosotros, pero lo que hemos hecho es poner en un pedestal a Jesús, así que ya poco él tiene que ver con nuestra vida. Ya no es como nosotros, sino superior. Él nos llama amigos y nosotros no hemos sido capaces de mirar en profundidad a esta realidad, porque sólo la hemos filtrado a través de la lente de un Jesús Dios.
En la relación de Jesús con el Padre, este último le ama tanto que nada quiere ocultarle; por eso Jesús se sentía/sabía uno con Él. De la misma manera, Jesús tanto amaba a sus discípulos que nada les ocultaba, sintiéndose uno con ellos.
Ahora toca a nosotros. Porque Dios no tiene hijos de primera y de segunda división, o sea, no ama más a Jesús que a nosotros, sino que nos ama a todos como si fuéramos los únicos. Esto significa que nada nos quiere ocultar de lo que sabe y nada tiene para Él sólo, sino que todo lo quiere compartir con nosotros, puesto que no somos siervos sino amigos. Es el momento de sentirnos unidos con Dios, íntimamente, como dice San Agustín: porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío.
Si esto nos parece duro de entender es por nuestra larga educación religiosa que siempre nos ha enseñado a vernos como pobres, pecadores, que sólo podemos estar delante de Dios como aquel que se arrodilla porque ínfimo con respecto al todopoderoso Dios. Pero ésta es sólo una forma de ver la realidad, un ídolo que nos hemos construido y que no nos permite experimentar a Dios como aquel que nos ama, que nos quiere ver de pie, que quiere que veamos la realidad como él la ve, donde todos somos diferentes pero unidos, en relaciones de amor.
Desafortunadamente, desde pequeños aprendemos a cuidar “de lo mío”, “de los míos”, y a ver lo de los demás como un peligro o una amenaza, de lo que no nos interesa hacernos cargo. Pero aquí Jesús es claro: “que os améis unos a otros”. Jesús ha “visto» como amaba el Padre; ha mirado con los mismos “ojos” que Él y por eso su amor se extendía a todos. Lo mismo estamos llamados a hacer nosotros: hacer experiencia de este Amor donado para nosotros y llamado a transmitirse de nosotros a los demás.
En este sexto domingo de Pascua, deseo, entonces, para todos nosotros poder experimentar esta profunda unión con Dios y los demás, porque lo que le pasó a Jesús no es exclusivo de él sólo, sino que es una llamada para todos nosotros. Que esta experiencia de “hermanos de sangre” no sea algo puntual; que se extienda a aquellos con quienes nos cruzamos en los senderos de la vida, para que en todos podamos ver la madre, el hermano, el cónyuge, el amigo, el hijo, el padre. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.