Mandar es servir – XXVII Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último les mandó a su hijo, diciéndose: «Tendrán respeto a mi hijo.» Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Éste es el heredero, venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia.» Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»
Le contestaron: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.»
Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente?» Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos. Cuando los jefes de los sacerdotes y los fariseos oyeron estas parábolas de Jesús, comprendieron que se refería a ellos. Por eso buscaban la manera de apresarlo; pero temían a la gente, porque muchos lo consideraban profeta.» (Mt 21, 23-45)
El poder de Dios es su amor y misericordia hacia su creación, es su cuidado hacia cada uno de nosotros, un cuidado que lo lleva a darlo todo, hasta su vida (con Jesús) para nuestro bien.
El poder del hombre, sin embargo, es su autoridad sobre el hombre, su supuesta superioridad sobre los demás, que lo lleva a cuidar de sus intereses, aunque sea en detrimento del otro.
Todo lo que ataca nuestros equilibrios, tendemos a rechazarlo. La vida, con innumerables intentos, nos llama a dar fruto, pero nosotros nos obstinamos en nuestra ceguera, presumiendo de estar siempre en lo correcto, cuando en realidad lo único que tememos es perder nuestro poder. Y es que necesitamos sentirnos poderosos, sabiendo que controlamos lo que nos rodea y los acontecimientos que vivimos. Necesitamos defender nuestro poder, nuestro reinado, nuestra superioridad sobre los demás.
Nuestro yo, falso y egoísta, nos empuja a velar por nuestros intereses para mantener los privilegios adquiridos, no vaya a ser que alguien nos los quite para usarlo en su beneficio. Y nos volvemos estériles, deshumanizándonos, cada vez más ciegos y sordos a la vida que llama a nuestra puerta.
Con mucho esmero por los detalles, muestra definitiva de su amor por nosotros, Dios se nos da hasta el final. Planta una viña, valla el terreno para protegerlo, construye un lagar, una torre para vigilar. Después de todo esta inversión, confía todo esto a unos labradores; su jardín se lo entrega a Adán, al ser humano para que lo custodie. Y se marcha.
Todo nos lo deja en nuestras manos y nos da lo más importante: la libertad. Y es aquí, en el uso que hacemos de nuestra libertad, donde se puede ver de qué pasta estamos hechos.
Porque podemos administrar generosamente nuestra vida, compartiendo con los demás los frutos que van surgiendo con el paso del tiempo: siembro vida y reparto vida a mi alrededor, desarrollando mi ser co-creador con Dios.
O puedo administrar ávidamente lo que se me ha dado gratuitamente, dejándome guiar por el afán de protagonismo, de poder o de riqueza. Cada cosa y cada persona, en esta perspectiva, es importante si me es útil para alcanzar el objetivo, si no, no merece mi tiempo y hay que deshacerse de ella.
Esta manera de vivir, la de los primeros labradores, deja muerte y destrucción, desfigura el jardín de la vida, que pierde sus colores, sus aromas, su frescura y si acaso los tiene es sólo triste apariencia, sepulcro blanqueado.
Siempre es así: el miedo, cuando gana, trae violencia y muerte; cuando prevalece el amor, sin embargo, vuelve la vida.
Aquí Jesús pone a las autoridades religiosas entre la espada y la pared. Ellos, que se creen los más piadosos, los más cercanos a Dios, en realidad son unos administradores asesinos, porque veneran a Dios con la boca mientras en realidad sólo velan por su poder, callando y matando a cualquier voz profética y disidente que pueda sonarle incómoda.
Juegan un papel de simple fachada: su sacralidad exterior y su ropaje llamativo sólo consiguen esconder una humanidad desnuda de toda su riqueza interior, empobrecida por haber sucumbido a la lógica del poder.
Pero cuidado, porque la parábola contada por Jesús no se limita a condenar una actitud del pasado. Sí, es verdad que el pueblo de Israel, sintiéndose elegido entre las demás naciones por Dios, se creía superior y digno de mandar sobre todos, pero en la misma trampa al final han caído los cristianos creyéndose el nuevo pueblo elegido y con el derecho a mandar sobre todos los demás pueblos, sintiéndose detentores de la verdad.
Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 26-8).
Esta es la lógica del Padre y de Jesús: mandar es servir. Ocupar los primeros puestos es hacerse último entre los últimos. Tener un cargo significa ponerse a disposición de los demás.
Quizá convendría recordar a tantos ministros del mundo político y religioso que la palabra “ministro” viene del latín minister, que significa criado, servidor, subordinado, de la raíz minus.
Quizá recuperar un poco más este espíritu de humildad y entrega personal haría de este mundo un lugar más pacifico y acogedor.