Las diez doncellas – XXXII Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!» Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las sensatas: «Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.» Pero las sensatas contestaron: «Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.» Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: «Señor, señor, ábrenos.» Pero él respondió: «Os lo aseguro: no os conozco.» Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.» Mt 25,1-13
En la larga historia de Israel con Dios, muchas veces se ha representado al Señor como el esposo, que se desvive por su amada, el pueblo de Israel. Esta relación esponsal formaba ya parte de la conciencia de todo judío contemporáneo de Jesús.
El pueblo judío se sabía elegido, escogido por Dios, hasta el punto de creerse a salvo, simplemente por pertenecer a la estirpe de Abraham.
Esto es como lo que puede pasar en un matrimonio, donde el esposo, consciente de que ya es amado por su esposa, se siente seguro y poco a poco se acomoda, perdiendo de vista la importancia que tienen los gestos de amor, respeto y cercanía que toda dinámica de pareja necesita para funcionar bien. El compromiso esponsal no es algo puntual, sino diario, es un trabajo personal y de los dos. No basta haber sido elegido; se necesita un estilo de vida consecuente.
Así las primeras comunidades cristianas, entusiastas de saberse llamadas por Cristo, la voz del Padre, se percibían entonces como el auténtico y nuevo Israel, corriendo el peligro de caer en la misma trampa que los judíos: “Dios nos ha elegido en Cristo y ya con esto estamos a salvo”, pensaban algunos cristianos.
A todo esto había que añadirle el hecho de que se esperaba la segunda venida de Jesucristo de forma inminente. Por eso, esta vida presente perdía valor y toda la atención estaba puesta en la venida gloriosa del Señor que debía suceder de un momento a otro.
Éste es el marco fundamental para entender este texto de Mateo. De hecho las diez doncellas de la parábola representan a la totalidad de la comunidad cristiana que está a la espera de que llegue el esposo (y ya sabemos quién es el esposo). Pero cinco de ellas son necias y cinco sensatas. ¿Porqué? De hecho, ambas cogen sus antorchas, pero las primeras se olvidan del aceite, fundamental para que las antorchas se mantengan encendidas para acoger al que tiene que llegar.
Este aceite representa las buenas obras, que mantienen encendida la luz que el discípulo de Jesús tiene que enseñar. Las buenas obras sirven para iluminar, dar vida a la existencia propia y de los que nos rodean, porque sin ellas nuestra vida está vacía, como las alcuzas de las doncellas necias.
En el mismo evangelio de Mateo, en el capítulo 5, Jesús dice a sus discípulos: “vosotros sois la luz del mundo… Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 14a.16).
De esta forma, se entiende mejor el “no” de las doncellas sensatas a la petición de compartir su aceite. Las buenas obras son personales, nadie puede hacerlas por nosotros y si queremos “obtenerlas”, conocemos de sobra la tienda donde comprarlas: “estuve hambriento, y vosotros me disteis de comer; estuve sediento, y me disteis de beber; llegué como un extraño, y me recibisteis en vuestra casa; no tenía ropa y me la disteis; estuve enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”(Mt 25, 35-36).
Durante siglos, los cristianos hemos estado creyendo que pertenecer a la Iglesia y participar a los sacramentos era lo único necesario para garantizar nuestro bienestar espiritual, pero este texto nos recuerda que es todo lo contrario.
De hecho, “no todos los que dicen: “Señor, Señor” entrarán en el reino de los cielos, sino los que hacen la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). Y la voluntad del Padre es que trasformemos la sociedad en un lugar más humano, más justo y más hermoso con nuestras vidas.
Esta es la luz que necesita el mundo y depende sólo de nosotros que esto se haga realidad.