La sombra que cura – I Domingo de Cuaresma B
En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre animales salvajes, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.
Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.» (Mc 1,12-15).
Hemos entrado en un nuevo periodo, el de la Cuaresma.
El evangelista Marcos acaba de narrar como, en el momento del bautismo de Jesús en el Jordán, sobre él baja el Espíritu y se oye una voz de los cielos que dice: Tu eres mi hijo amado, en ti me complazco (Mc 1,11). En otras palabras, Jesús, bajando en las aguas del Jordán, está pidiendo ayuda a Dios para que arroje luz sobre lo que él tiene que hacer y Marcos nos relata que es justo en este momento que Jesús se entiende a sí mismo como el hijo amado en el que Dios sabe que se realizará su obra.
Desde este momento Jesús es el hombre del Espíritu, porque éste ha bajado sobre él y está lleno de la presencia divina que, además, lo empuja hacia el desierto. Aquí se queda 40 días. El número es absolutamente simbólico y hace referencia, por ejemplo, a los 40 años en los que el pueblo judío estuvo vagando por el desierto, después de salir de Egipto, o a los 40 días que duró el diluvio universal.
Este tiempo y este lugar representan el símbolo de la prueba, en la que cada uno como persona y/o todos como comunidad, antes o después, pasamos para descubrir quién somos de verdad, de que pasta estamos hechos. Es el tiempo en el que nos miramos por dentro para ajustar las cuentas con nosotros mismos. Es aquí donde vemos los abismos que tenemos dentro, nuestro lado oscuro y que frecuentemente rechazamos porque nos da miedo. Nos da miedo reconocerlo y también nuestro orgullo quiere impedir que lo aceptemos, porque a través de sus lentes todo esto suena a fracaso.
Me inspira, sin embargo, ver como Jesús asume esta parte “negativa”, o por lo menos así quiero leerlo. El vive en compañía de las bestias salvajes. ¿Qué pueden ser estas “alimañas”? Pues nuestra parte oscura, más salvaje, más animal, más egoísta. Jesús se deja tentar por Satanás porque, en cuanto ser humano, sabe perfectamente que no puede suprimir sus sombras, porque son estas sombras que le hacen entender quién es el ser humano; sólo así podrá acoger y entender a los demás, porque antes ha entendido y se ha aceptado a sí mismo.
Jesús no lucha contra las bestias salvajes porque es ésta sombra que, asumida y hecha propia, permite a Jesús ser el sanador herido. El descubre que todo lo que lleva dentro es justo lo mismo que llevan los demás y por eso puede empatizar con los micrón, los pequeños e invisibles de la sociedad. Ahora, lleno del Espíritu, sabe que nada de lo humano le es ajeno y eso le transforma en una fuente inagotable para sanar a los demás. A través de sus sombras, él cura las heridas de la gente que le pide ayuda.
Ahora, reconciliado, los angeles le sirven. Las sombras se han convertido en poder curador y éstas ahora se suman a los talentos y tesoros que ya tiene (los angeles) para conseguir una humanidad aún más plena.
Jesús ahora está listo para dejar el desierto. Consciente de ser el hijo amado, o sea, sabiéndose amado por el Padre, ahora sólo puede hacer una cosa: ir y anunciar a sus conciudadanos judíos esa buena nueva.
El Evangelio es, entonces, la toma de conciencia de que Dios nos ama así como somos, con nuestras sombras y nuestras luces. Es Él que va hacía mi, antes de que yo mismo lo piense y quiera acercarme a Él, porque Dios siempre me ama primero y sin condiciones.
La conversión no es otra cosa que descubrirnos amados, como hijos, como Jesús. Nosotros también somos estos hijos amados y sólo si nos sentimos amados y aceptados podemos amarnos y aceptarnos y, entonces, amar y aceptar a los demás. Esta es la conversión, consecuencia del descubrimiento de esta buena nueva.
En este periodo de Cuaresma, entonces, deseo a todos nosotros que seamos como Jesús en el desierto. Ya estamos llenos del Espíritu, no tenemos que hacer nada para conseguirlo, porque todo es un don de Dios, totalmente gratuito.
Y que seamos como Pedro en esta estupenda obra del artista italiano Masaccio. Pedro hace exactamente lo que hacía Jesús. Sana a los enfermos con su sombra. Que nuestras sombras, lejos de ser el elemento que detestamos, sean nuestro tesoro más preciado, para ser cada vez más humanos y así poder aceptarnos y amarnos. Sólo por este camino podremos acoger y amar a todos los demás.