La salvación – XXVI Domingo T.O. Año A
La salvación como don
La semana pasada estuvimos reflexionando sobre un hecho fundamental: la salvación, la comunión con Dios, la plenitud, la felicidad, o como cada cual quiera llamar este anhelo de infinito que alberga en cada uno de nosotros, no es fruto de nuestros esfuerzos sino esencialmente un don.
La Realidad, lo divino nos precede y el darnos cuenta de este nivel más profundo, más allá de lo visible, atestigua que “algo” está allí, el fondo que sustenta todo ser y toda vida. Ser consciente de ello es el principio de todo cambio, lo que los budistas llaman “iluminación” y los cristianos definen como conversión y simbolizan con el agua del bautismo, que nos hace renacer a nueva vida.
En el camino del creyente, entonces, es claro que Dios es el primero que mueve “ficha” para darse a conocer, para establecer los pilares de una relación de amor que apunta a ser cada vez más profunda.
Una perspectiva complementaria
Sin embargo, no basta saber que él es el primero en “moverse”. Si la salvación, la comunión con él es un don, fruto de su amor incondicional y que no depende de nuestros méritos y esfuerzos, esto no significa que nuestros esfuerzos son irrelevantes.
Esto es lo que nos vienen a contar las lecturas de este domingo y, en particular, Mateo en la parábola de los dos hermanos. Un padre llama a sus dos hijos a que vayan a trabajar en su viña: el primero dice que no, pero luego cambia idea y va; el segundo dice que si, pero al final no se presenta. “¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?”, preguntó Jesús.
No basta pertenecer
La parábola nos llama a fijarnos sobre tres puntos: el primero trata de la polémica entre judíos que aceptaban a Jesús judíos que lo rechazaban. Mateo nos recuerda que aunque es verdad que la salvación es don de Dios, ella no depende de la simple pertenencia a un grupo, que puede ser el pueblo elegido, la Iglesia o cualquier grupo que queremos identificar como “conocedor” de la verdad. Los ritos, los sacramentos, la doctrina, la liturgia no son “garantías” para estar en comunión con Dios o para estar en este flujo de salvación.
La fe como respuesta de salvación
El segundo punto desciende del primero. Los actos “religiosos” y la pertenencia a un grupo están vacíos y de poco valen si no están conectados con una práctica correspondiente, fruto de un corazón tocado por el amor de Dios. En otras palabras, si es verdad que la salvación es don de Dios, también no podemos olvidar que la fe es la respuesta humana a este amor que se dona, como amor que también quiere darse, a imagen de su Creador.
El ortopraxis, entonces, es la respuesta más natural a la ortodoxia. La segunda es hipocresía sin la primera, mientras que la primera sigue teniendo su valor sin la segunda. Si hace un siglo se seguía sosteniendo que no había salvación fuera de la Iglesia, con el Vaticano II se ha reconocido que también aquellos que siguen su conciencia y buscan la verdad y la justicia están haciendo realidad la voluntad del Padre y construyendo el reino de Dios.
La salvación no es una cuestión individual
El ultimo punto sirve para recordarnos que todos somos a la vez el primero y el segundo hermano: decimos que sí, pero luego mostramos nuestra incoherencia, o decimos que no, pero luego cambiamos de idea, habiéndolo pensado mejor. Todos somos aquellos que piden, pero que tienen dificultad en dar, aquellos que buscan perdón, pero no siempre duchos en perdonar, porque en nosotros viven grano y cizaña, luz y sombra, el maestro y el discípulo. Y todos necesitamos los unos de los otros.
Conclusión
¿La moraleja? Que mejor que los consejos que da san Pablo a los Filipenses, a saber, dejarnos guiar por la humildad, mantenernos unánimes y concordes en un mismo amor y sentir, sin buscar la rivalidad, la ostentación, el interés personal; más bien dejarnos guiar por los mismos sentimientos de Cristo Jesús que, sin alardear de su condición, se puso a servir, como un hombre cualquiera. Pero todo esto no va de “hacer”, de actos que realizar para cumplir, sino de “ser”: seres con una nueva visión, seres dispuestos a cambiar por dentro, seres con ganas de un nuevo estilo de vida, porque seres tocados por el mismo Espíritu que guió a Jesús y que sigue guiándonos a nosotros, veinte siglos después.
Ez 18,25-28: Cuando el malvado se convierte de la maldad, salva su propia vida.
Salmo 24: R/. Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna.
Flp 2,1-11: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.
Mt 21,28-32: Se arrepintió y se fue. Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios.
P.S.
Los dos protagonistas de la parábola de este domingo tienen muchas cosas en común: ambos son hermanos, hijos del mismo padre, pero no se sienten así, no se ven como miembros de la misma familia, no creen ser parte de la misma esencia.
El primer protagonista se rebela ante la autoridad y el segundo, que le dice “sí” por miedo, le llama “Señor”. Ambos perciben a este padre como una presencia que cohibe, que hay que temer, con quien hay que lidiar de alguna forma.
Sin embargo, no hay ningún miedo que tener, no hay ninguna ley que cumplir: sólo hay amor que corresponder, amor que, recibido sobreabundantemente, pide ser donado de la misma manera.
El principal riesgo al que nos enfrentamos, entonces, es que nuestra relación con el Padre sea simplemente una apariencia; si el culto, la observancia, el cumplimiento y hasta el bien que hacemos no nos cambia el corazón, eso significa que sólo estamos agrandando nuestro ego, sólo estamos buscando seguridad, sin querer comprometernos, engañándonos con un “sí” vacío de sentido, que se traduce en un “no” a la vida.
Pero el Padre no tiene en cuenta nada de todo esto. Simplemente está a la espera de que nos quitemos todas las máscaras, para descubrirnos tal como somos; sólo llegando al fondo de nuestra autenticidad podremos llegar a descubrirle tal como es.