
La realidad como presencia de Dios – Presentación del Señor
Presentación de Jesús en el Templo
Este domingo, la liturgia nos invita a reflexionar sobre la fiesta de la Presentación del Señor. El evangelista Lucas nos habla de dos personajes, Simeón y Ana. Ambos, ya avanzados en edad, se encuentran en Jerusalén cuando María y José presentan a Jesús en el Templo, como era costumbre entre los esposos judíos que habían tenido su primer hijo.
Lucas, como es habitual, aprovecha estos encuentros para mostrarnos que los dos personajes no solo reconocen a Jesús, sino que también anuncian su papel en la historia de Israel, su figura mesiánica y salvadora, culminando todo en alabanza y gloria a Dios.
La presencia de Dios en nuestras vidas
Sin embargo, estos dos personajes y su acción nos llevan a reflexionar sobre nuestra propia capacidad para reconocer la presencia del Señor en nuestras vidas. En los relatos de la infancia de Jesús, se nos habla de un niño en quien Dios se hace presente como «Emmanuel», el «Dios con nosotros». Mientras algunos son capaces de percibir esta realidad, otros ni siquiera se plantean lo que está ocurriendo a su alrededor.
Más allá de la literalidad del relato bíblico y sin entrar en la cuestión de hasta qué punto lo que se nos cuenta sucedió exactamente como se nos ha transmitido, lo cierto es que en la vida real ocurre lo mismo: suceden cosas que algunos perciben y otros dejan pasar sin darles la más mínima importancia.
Este tema debería ser central para la Iglesia, no solo como institución, sino como comunidad de creyentes llamados a ser testigos del amor de Dios. Lucas es claro al mostrarnos que la presencia de Dios no se limita al Templo—lugar muy valorado en la época de Jesús—, sino que se manifiesta y revela más allá de los edificios construidos por manos humanas. Su presencia se muestra en la vida diaria de las personas.
Jesús, presencia de Dios
El mismo Lucas se esfuerza en narrarlo de esta manera: Dios no se hace presente en un adulto rico de una ciudad importante del mundo conocido, sino que se encarna en un bebé nacido en una familia humilde y que nadie conoce, en una aldea perdida del Imperio Romano. En otras palabras, lo divino puede manifestarse en cualquier lugar y en cualquier persona, a menudo de manera inesperada.
No en vano, tanto griegos como judíos tenían en alta consideración el valor de la hospitalidad, pues se creía que la presencia de Dios podía ocultarse entre los extranjeros, bajo la forma de un ángel o, para los griegos, del mismo Zeus.
Recordemos el famoso episodio de los tres misteriosos personajes que Abraham hospedó y a quienes ofreció alimento bajo la encina de Mambré. El arte cristiano ha interpretado estos tres visitantes como el mism Dios, según lo sugiere el icono «La Trinidad» del pintor y monje ruso Andrei Rublev.
La realidad como presencia de Dios
Todo esto nos recuerda que la realidad que nos rodea alberga la presencia de Dios y que, para encontrarlo, es necesario educar nuestra mirada y acrecentar nuestra sensibilidad. Debemos ir más allá de lo evidente y de la superficie para descubrirlo en la profundidad de lo real.
Esto es precisamente lo que hacen Simeón y Ana, así como los pastores, los magos, los discípulos y Juan el Bautista. Ninguno de ellos estuvo exento de dificultades para ver más allá de lo perceptible a simple vista, pero de una forma u otra fueron capaces de encontrarse con Dios.
Capaces de una mirada nueva
Ahora, esta tarea nos corresponde a nosotros. Se trata de ser capaces de reconocer a Dios en las personas que encontramos, en el entorno en el que nos movemos y en los acontecimientos que vivimos, sin quedarnos anclados en la creencia de que para estar en su presencia debemos acudir exclusivamente a la Iglesia. Es evidente que allí podemos encontrarlo, pero Dios es más grande que cualquier espacio que hayamos construido para Él; su Ser desborda los límites del tiempo y del espacio.
Además, también debemos ser capaces de discernir la presencia de Dios en lo que llamamos los «signos de los tiempos», aquellas señales que nos indican que algo debe cambiar, que ha llegado el momento de tomar una decisión. No actuar, en muchos casos, significa retroceder o desviarnos de la meta. Los signos de los tiempos suelen manifestarse a través de crisis y cambios, llamándonos a actuar de forma creativa según el Espíritu, y no de manera repetitiva, dominados por el miedo o las inercias del pasado.
Conclusión
Como Iglesia, como comunidad misionera y en salida—según la expresión del Papa Francisco—, estamos llamados a no permanecer en nuestra zona de comodidad. Debemos aprender a leer los momentos de dificultad para afrontarlos con valentía y fidelidad al Evangelio. Los retos que se nos presentan son, para el creyente, el lenguaje a través del cual Dios nos pide una conversión continua y una vida más auténtica.
Dios se nos manifiesta en los pobres materiales, como Jesús, que no tenía un techo donde descansar. También se hace presente en los pobres espirituales que la sociedad genera para convertirlos en consumidores de deseos insaciables. Lo encontramos en las víctimas de la violencia, del abuso, de la intolerancia, del racismo y, en general, en los marginados de la sociedad y de la Iglesia, aquellos a quienes Jesús dedicó un interés especial durante toda su vida.
Allí debemos estar nosotros, como Simeón y Ana: con una mirada capaz de descubrir a Dios más allá de lo visible, reconociendo su presencia real y misteriosa en el corazón de la historia.