La Pasión del Señor 1ª parte – Domingo de Ramos Año C
Is 50,4-7 Sal 21 Fil 2,6-11 Lc 22,14-23,56
Estamos ya a las puertas de la Semana Santa y la liturgia de este domingo nos presenta el relato de la Pasión del Señor.
Nada más empezar a contar, Lucas nos muestra la actitud de Jesús: él sabe que pronto va a morir. Lo sabe no por ser Dios (encarnándose es hombre y no tiene omnisciencia), sino porque es consciente de todas las veces que ha tenido que enfrentarse a escribas, fariseos y doctores de la ley en Jerusalén. Justo aquí él no se ha granjeado muchos amigos y su mensaje ha sido interpretado como muy alternativo, peligroso, amenazador para la paz en la Ciudad Santa y para el futuro de Israel, dependiente de Roma. La elite religiosa, por su parte, solo se puede mantener en el poder si pacta con el Cesar y esto significa controlar que ningún judío sea un personaje desestabilizador de las masas, proponiendo ideas que fomenten las esperanzas de un Israel renovado.
Jesús sabe todo esto; sabe que es muy probable que su forma de hablar y actuar en pro del Reino de Dios va a crear tensiones, como antes había pasado con los profetas y también con Juan el Bautista, que ya el poder político de Herodes Antípas había liquidado. A pesar de todo esto, decide cargar con las consecuencias, porque el mismo había enseñado a sus discípulos que “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la salvará” (Lc 9, 24). Ha llegado el momento para Jesús de dar testimonio de los ideales y valores del Reino al grupo de sus amigos y no puede echar abajo todo lo que ha construido hasta ahora.
En realidad, todavía él estaba a tiempo de huir, salir de Jerusalén y evitar que lo apresaran. Esto nos hace comprender mejor la dramática noche de Jesús en el huerto del Getsemaní, donde la tentación de dejarlo todo se hace presente otra vez. El sudor que cae como gotas de sangre, la agonia y la oración intensa, el gesto de arrodillarse para pedir ayuda al Padre, diciéndole: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). No quiere morir, no quiere dejar su misión tan pronto; ¿qué va a pasar con el proyecto que ha empezado? Y además sus discípulos aún no están maduros. Pero tampoco quiere vivir a toda costa. Ésta sería idolatría, poner su vida delante del proyecto que él sabe que el Padre le ha encomendado.
La Pasión del Señor, entonces, no es simplemente el relato del final de vida de Jesús, sino que se transforma en el medio para transmitir (entre otras cosas) el deseo, la pasión, los sentimientos de Jesús hacia los suyos, “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!” (Lc 22,15) y hacia los que quieren eliminarlo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Mas aún, no se trata solo de la pasión del hombre de Nazareth; si es verdad que quien ve a Jesús ve al Padre, que el actuar suyo es el actuar de Dios y que él es Dios en su forma humana, entonces se puede afirmar que la pasión del Señor es la del Padre, que “hace salir Su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45) y que a todos dona y se dona sin pedir nada a cambio (cf la parábola del padre misericordioso).
Éste es el sentido de la frase: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El Padre se dona a través de la entrega que el Hijo hace de si mismo a todos. Esta entrega, este autoofrecimiento no se realiza de forma violenta, imponiéndose: ésta era la idea de aquellos que esperaban a un Mesías político, davídico, que habría restablecido la soberanía de Dios desbaratando a los romanos. Jesús se propone dejando que todos sean libres de acoger su mensaje o rechazarlo.
El relato de la Pasión del Señor, entonces, nos muestra a un Jesús solo, porque libre: ya anteriormente, él había multiplicado los panes, dando de comer a la gente y ésta había intentado proclamarle rey, pero él se había negado. Los mismos discípulos suyos competían entre ellos para saber quién iba a ocupar los mejores sitios en el nuevo Reino que Jesús iba a instaurar y Judas, entendida la dirección que el maestro quería tomar, decepcionado, lo traiciona. La misma entrada en Jerusalén, montado en un pollino y con la gente aclamándole, no tiene el final que el publico se espera y ésta desaparece. El gesto de la expulsión de los mercaderes del Templo accelera el final de la misión de Jesús que, apresado en el Getsemaní, es abandonado hasta por los discípulos más cercanos.
En todas estas ocasiones, Jesús repetidamente rechaza las seducciones de poder que se le van presentando y que Lucas reúne de forma resumida en las tres tentaciones en el desierto (Lc 4, 1-13). Él se niega en satisfacer las expectativas de aquellos que quieren un cierto tipo de libertador que no encaje en la visión/misión que el Padre le ha encomendado. Esta confianza, abandono y fidelidad de Jesús al plan del Padre son las características que lo hacen libre, desapegado de los intereses particulares, limitados y limitantes, que llevarían a hacer que los hermanos se enfrenten los unos a los otros; en el contempo, todo esto lo lleva a verse solo, porque los que lo buscan, una vez comprendido que no pueden sacar provecho de él sino que, además, son llamados a cambiar mentalidad y vida siguiendo su ejemplo, entonces lo dejan.
Tan libre es Jesús que deja libre a su interlocutor de seguirle o abandonarle. Su deseo de anunciar y construir el Reino de Dios no pasa por crear un grupo de revolucionarios que tienen que enfrentarse a Roma, sino que sigue la filosofía que el mismo había predicado: “Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente” (Lc 6,27-31).
La fidelidad de Jesús al Padre se muestra hasta las extremas consecuencias (“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, Lc 23,46) y él, que en su vida “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38), terminó por ser acusado de aquello de lo que intentaba huir, como afirma el titulo sobre la cruz: Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos. Lucas, sin embargo es claro en afirmar que el único que reconoce la inocencia de Jesús es el centurión, que da gloria a Dios (Lc 23,47). En otras palabras, Lucas nos quiere llevar a la cruz como lugar teológico en el que podemos comprendemos a Jesús y su acción como teofanía de Dios.
¿Cómo entender la Cruz, entonces? ¿Qué representa? Es el lugar en el que Dios en Cristo salva al mundo? ¿Es el medio para reconciliarnos con Dios? ¿Es la manera que Dios tiene para perdonar nuestros pecados? Intentaré contestar a estas preguntas con el siguiente post.
Mientras tanto, deseo para todos nosotros poder abrirnos al Espíritu, para así poder hacer espacio en nuestras vidas al proyecto de plenitud a lo que estamos llamado a ser, el plan que Dios tiene pensado desde el principio de los tiempos: ser imagen y semejanza suya, libres para amar a todos, sin distinciones debidas a intereses personales, donde el único interés es el bien de quién tengo delante, su crecimiento, su bien-estar integral.
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