La oración – XVII Domingo T.O. Año C
Gn: 18,20-32: No se enfade mi Señor si sigo hablando.
Sal 137,1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8: R/. Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor.
Col 2,12-14: Os vivificó con él, perdonándoos todos los pecados.
Lc 11,1-13: Pedid y se os dará.
¿A que sirve la oracion?
No se enfade mi Señor si sigo hablando. Es muy particular la forma de oración con la que Abrahán se dirige a Dios: con esta actitud, todo parece decirnos que él se siente muy pequeño, una nada, como si pedirle algo a Dios fuera un gran atrevimiento.
El evangelio, sin embargo, nos muestra algo distinto: Lucas nos recuerda que Jesús enseña a orar a sus discípulos y la palabra con la que empieza es “Padre”.
“Padre” no es simplemente un concepto, sino que lleva detrás todo un mundo, un imaginario, un conjunto de ideas y emociones que en la perspectiva de Jesús se hacen concretas bajo la actitud de la confianza.
Esta confianza debe de ser total y absoluta. Pero no puede serla porque alguien me la ha enseñado o porque así está escrito en algún libro más o menos sagrado. La confianza sólo puede brotar de un encuentro, una experiencia auténtica que me ha hecho entender lo mismo que dice el salmo 137: Daré gracias a tu nombre: por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama. Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor en mi alma.
De forma similar, la experiencia de un Dios lento a la ira y rico en misericordia la encontramos en la primera lectura, aunque con una narrativa que no puede ser interpretada a la letra. Este texto nos muestra como Dios es Aquel que está siempre listo para dar otra oportunidad al ser humano y que no se da nunca por vencido, pase lo que pase. El Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob, de Moisés, no es el “Yo soy” a secas, sino el “Yo soy el que está (allí)”, lo cual nos habla de un Dios de la cercanía, del cuidado, que nos apoya y anima siempre por nosotros.
Es en esta óptica y con estas claves que se puede entender, entonces, la segunda lectura, cuando Pablo dice a los Colosenses: (Dios) Canceló la nota de cargo que nos condenaba con sus cláusulas contrarias a nosotros; la quitó de en medio, clavándola en la cruz. En otras palabras, Dios está dispuesto a dar su vida, a donarse en plenitud, con el fin de que comprendamos cuanto nos ama y para que cambiemos de rumbo y descubramos su verdadero rostro.
En este sentido, la encarnación, la vida, la pasión, muerte y resurrección de Jesús son la manera que la Sagrada Escritura usa para contarnos que Dios no está lejos de nosotros, apartado, indiferente o juez severo del ser humano, sino que está increíblemente cerca, hasta ser igual a nosotros, porque nos comprende como un amigo, como un padre, como hace una madre.
Entonces, en la oración, ¿qué hay que pedir? Desde luego, las Sagradas Escrituras nos muestran a un Dios que escucha y muchas veces cumple lo que se le pide. Así pasa con Abrahán, que parece convencer a Dios para que sea más comprensivo con los habitantes de Sodoma y Gomorra; lo mismo parece transmitir Jesús, cuando afirma que hay que pedir, buscar y llamar a la puerta, porque solo así recibiremos, encontraremos y se nos abrirá.
Este mensaje, sin embargo, puede llevarnos a pensar que si pedimos y no recibimos, entonces o Dios no existe o, peor aún, no es ni tan potente ni tan bondadoso. Es fácil imaginar que esta mismo idea podrían haberla pensado también los primeros cristianos cuándo, después de tanto orar, no recibían lo que pedían.
Es por esta razón, y no por casualidad, que Lucas añade un detalle fundamental: lo que siempre concede Dios no es cualquier cosa que le pidamos, sino es el Espíritu Santo que Él nos dará y que nunca nos podrá faltar.
Es el Espíritu Santo que nos hará entender que no podemos negociar y comerciar con Dios, como si fuera Él que debe adaptarse a nuestras peticiones, comprendiendo después de tanto rezar lo que es mejor para nosotros. En realidad la dinámica es totalmente a la inversa, puesto que somos nosotros los que estamos llamados a sabernos abrir a los imprevistos, a todo lo que no teníamos planeado y que hace saltar nuestros proyectos y seguridades.
Es en este momento que nos sentiremos en la necesidad de orar y pedir que se llegue a solucionar el problema que tanto nos duele. Sin embargo, la actitud mejor será la que él mismo Jesús nos ha dejado: «Padre mío, si es posible, haz que pase de mí esta copa. Pero que no sea como yo lo quiero, sino como lo quieres tú.»
Saberse adaptar a las novedades que la Vida nos presenta y acoger lo que ella nos da es la enseñanza principal que Jesús mismo nos ha dejado en los momentos más duros de su vida, para que aprendiéramos de él. Esto no es fácil comprenderlo y hacerlo nuestro, pero podemos cultivar poco a poco esta habilidad si nos dejamos llenar por el Espíritu y nos abandonamos con actitud de aquel que sabe que Dios quiere lo mejor para nosotros y que nunca podría querer hacernos daño o dejarnos solos.
Es por esto que deseo para todos nosotros que consigamos hacer experiencia del amor, de la ternura y de la paciencia de Dios, porque creo que es sobre esta vivencia que se puede construir una sólida confianza que nos hará resistentes y también flexibles a los vaivenes de la vida. Que nuestra oración se centre en dejarnos llenar por el Espíritu de Dios, que es lo único que verdaderamente podemos pedir, para poder vivir una vida en la alegría de evangelio, a pesar y a través todas las dificultades que se puedan presentar.
Feliz oración