La ilusión de la superioridad – XVI Domingo T.O. Año A
La parabola del grano y de la cizaña
El evangelio de este domingo es bastante largo y contiene tres parábolas. Por esta razón, me quedaré con la primera, aquella que nos habla del grano y de la cizaña. El domingo pasado estábamos hablando del sembrador, afirmando que en él podemos identificar la persona de Jesús, su actividad y su forma de actuar. De la misma manera, podemos ver también en esta parábola los rasgos específicos del ministerio del Nazareno.
Los cuatro evangelios son claros en mostrar cómo Jesús, por un lado, no oculta la necesidad de tomar en serio el tiempo presente y aprovecharlo para la conversión, siguiendo lo que Dios quiere de nosotros; por otro lado, sin embargo, muestran también que este anuncio no se caracteriza por ser rigorista: Dios quiere transformar nuestros corazones a través la cercanía de Jesús, su confianza, su mirada amorosa y reconciliadora, su radicalidad que se fundamenta sobre la experiencia de un Padre que dona sin medida.
Grupos de judíos piadosos y muy comprometidos
No era inusual, en los tiempos de la primera comunidad cristiana, que entre los judíos existieran grupos de creyentes convencidos que solo los puros o perfectos podían salvarse y estar con Dios. Existían los fariseos, cuyo nombre significa “separados”, porque creían necesario observar estrictamente los más de seiscientos preceptos de la Escritura y estar alejados de aquellos que no los observaban; solo así se podía ser justo a los ojos de Dios. También estaban los esenios o de la secta de Qumrán, que vivían alejados de los demás judíos, con una forma de vida que hoy definiríamos como monástica y que practicaban muchas abluciones diarias para mantenerse limpios y puros.
El grupo de Jesús
Jesús, en cambio, escandalizaba con su conducta. Sus discípulos no siempre observaban la Ley, infringiendo el descanso del Sábado, no observando la limpieza antes de comer o no practicando el ayuno a lo largo de la semana. Además Jesús no paraba de estar en contacto con pecadores, prostitutas y más gente con perfil muy distinto de la imagen del judío piadoso.
Esto le acarreaba cierta fricción por parte de aquellos que, por su forma más exigente de observar las normas de la religión, se creían poseedores de una especie de superioridad moral y espiritual y por esta razón le definían borracho y comilón. Esta sensación de superioridad, no obstante, no la encontramos solo fuera del grupo de Jesús, sino también en su interior. Son Juan y Santiago, de hecho, que quieren destruir los pueblos de Samaria que no han querido acoger a Jesús (cf. Lc 9, 54-55), de la misma forma con la que los criados de la parabola de hoy quieren arrancar de cuajo la cizaña sin perder ni un momento.
La superioridad, el veneno que destroza las relaciones
Es la percepción de esta “extraña” superioridad con respecto a los demás la razón que explica el continuo riesgo de querer construir una Iglesia de justos y perfectos, alejando a los que no dan la talla. Se parte de la idea de que por supuesta capacidad propia, mi forma de vivir la religión es la correcta, mientras que los demás que no se amoldan a estos criterios por falta de interés, por pereza, por poca voluntad, por escaso compromiso y por mil razones más, no son dignos de pertenecer a esta comunidad.
Sin embargo, no existe en realidad un justo perfecto ni un pecador absoluto, sino que cizaña y trigo crecen juntos en nuestra vida personal, como en la comunitaria. No es posible arrancar una parte sin dañar la otra, porque ambas están entrelazadas e interconectadas. En este sentido, hay palabras claves que tienen que entrar en nuestras dinámicas para el crecimiento personal y de la comunidad, cuales la paciencia, la integración, el discernimiento, el perdón, la humildad.
La superioridad condena, la caridad abraza
Lo expresa muy bien el papa Francisco en Amoris Laetitia 296: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar […] El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración […] El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero […] Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita». Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición».
Conclusión
La parabola de este domingo, entonces, nos recuerda que la via a seguir no es la propuesta de los criados que, seguros de su superioridad, convencidos de ser justos, quieren hacer de la Iglesia una comunidad de perfectos. La Iglesia es el grupo de discípulos que han sido convocados no por sus méritos, sino por el amor gratuito del Padre y que se muestra en el don de sí del Hijo como en la continua gracia que nos da el Espíritu.
La manera de actuar, entonces, es la del dueño del campo que no tiene prisa en obtener resultados, porque sabe mirar al corazón de cada uno de nosotros y, con confianza y paciencia, no deja de alargar su mano a la espera de que la cojamos para ser levantados y escuchar: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Jn 8, 10-11).
Sb 12,13.16-19: Concedes el arrepentimiento a los pecadores.
Salmo 85: R/. Tú, Señor, eres bueno y clemente.
Rm 8, 26-27: El espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables.
Mt 13, 24-43: Dejadlos crecer juntos hasta la siega.