La Iglesia y su rostro – XXII Domingo T.O. A

La Iglesia y su rostro – XXII Domingo T.O. A

El camino de la Iglesia

Reflexionando sobre las lecturas de este domingo, quiero subrayar tres elementos que me parecen interesantes y que dicen mucho sobre lo que es la Iglesia y el camino detrás de Jesús. 

Pedro, personaje poliédrico

El primer tema tiene que ver con el personaje de Pedro, que encontramos la semana pasada y volvemos a encontrarlo también este domingo. Lo curioso, aquí, es que el evangelista Mateo nos muestra, en el mismo capítulo 16, dos facetas de Pedro. De hecho, si la pasada semana él había sido el ejemplo de discípulo que, por su fe, confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, pocas lineas después es retratado no ya como la roca de la Iglesia, sino como la piedra que puede hacer tropezar a Jesús, alejándolo del Padre (es decir, jugando el papel de Satanás, de diablo, de aquel que separa).

Estas incoherencias de Pedro dicen mucho sobre lo que es la Iglesia y sobre su identidad. Ella, de hecho, es la comunidad de aquellos que han sido llamados a seguir al Señor Jesús. El bautismo, con su rica simbología, nos recuerda que somos santos porque Dios así nos ha hecho, revestidos de Cristo, templos del Espíritu. Sin embargo, estas afirmaciones significan que la roca de la Iglesia no son nuestros “méritos”, nuestras capacidades, sino la fe en Jesucristo, el abandono al Padre, la confianza en la fuerza del Espíritu.

La Iglesia, una realidad santa y pecadora

La santidad que Dios comparte con nosotros, entonces, no nos quita nuestras imperfecciones, nuestra libertad y posibilidad de equivocarnos y fallar el objetivo (pecado), que es la plenitud, la felicidad, el sentido de la vida.

La Iglesia, entonces, es Pedro, capaz de hacer grandes cosas cuando se deja tocar y transformar por el Espíritu de Dios, haciéndose transparencia suya. Al mismo tiempo, no obstante, ella es capaz de ser piedra de escándalo, de tropezar ella misma en sus mezquindades cuando deja de pensar según la lógica de Dios y se olvida de la frescura del Evangelio, yendo detrás de la gloria, de la fama, del dinero, del poder, del mesianismo triunfalista.

Una Iglesia llamada a renovar su mente

De esta forma, pasamos a tratar el segundo punto, que tiene que ver con la segunda lectura, de Pablo a los Romanos. El Apóstol de los gentiles exhorta los cristianos de Roma a renovar su mente, a no pensar según las categorías de la mayoría, a tener espíritu crítico, es decir, a no ir detrás de la gloria y de la fama, del poder, del egoismo, del dinero. 

Si el cristiano es aquel que sigue a su maestro, Jesús, esto significa que tiene que vivir según su espíritu, a saber, “ofreciendo su vida como hostia viva, santa, agradable a Dios”. Esto es el culto auténtico, que Jesús expresó con su vida y que resumió alentando a los discípulos a que repitieran lo mismo que él había hecho. 

En este sentido, la eucaristía es alimento y fuente de caridad, porque nos recuerda que la ofrenda auténtica no termina en las especies eucarísticas sino que ellas nos interpelan para que seamos nosotros ofrendas vivas, pasando de una lógica egocéntrica a otra bien distinta, del agape.

La invitación a negarse a si mismo: el peligro de la mortificación

Llegamos, así, al tercer punto: la via que nos indica Jesús es el camino de la abnegación: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Ser cristiano no significa escoger el dolor y el sufrimiento, renegando de los placeres y de alegría. Durante siglos se ha transmitido esta idea de que el cuerpo es malo, es peligros y es necesario cuidar del alma. Todo un camino hacia el ateismo que se ha fundamentado sobre siglos de espiritualidad que alababa la mortificación.

Vivir la vida humana de forma divina

Sin embargo, no se trata de volver a oponer cuerpo y alma, terrenal y celestial, vida divina y vida humana. Lo que nos pide Jesús es de bajar el cielo en la tierra, de vivir nuestra vida humana de forma divina, construyendo el Reino de Dios y ello se edifica abandonando nuestros egoísmos, nuestros deseos de triunfar sobre los demás, nuestras falsas ilusiones de encontrar la plenitud fuera de nosotros, cuando la respuesta está en el interior.

Esta forma de actuar y vivir significa sacrificar nuestras tendencias a ponernos en el centro, que a lo largo de los evangelios se describe con varias imágenes como el llevar la cruz, el olvidarse de si mismo, la poda para que el árbol de más frutos o la muerte del grano de trigo para dar vida.

La Iglesia, entonces, está llamada a redescubrir siempre lo esencial, que es Cristo y su mensaje, dejando atrás todo lo que lo adultera y nos confunde, haciéndonos perder fuerza, frescura y valentía. 

Nuestra llamada a la plenitud, que es la buena nueva, es una invitación a hacer silencio, a mirarnos dentro, a dejar hablar la voz del Espíritu que nunca deja de estar con nosotros y que nos empuja a cambiar perspectiva, a abandonar la separación entre lo mío y lo de los demás, para entrar en la lógica del nosotros, del servicio mutuo, del cuidado de la Tierra, renovando nuestro compromiso a favor de una sociedad más fraterna y más justa, sin desigualdades sociales, envidias y violencias.

Conclusión 

Las lecturas de este domingo, entonces, nos recuerdan que todos seguimos viviendo como Adán, que pone su mano para coger y hacer suyo lo que no lo es y nos invitan a descubrir otra forma de vivir, la de Jesús, que pone su mano no para coger para si mismo, sino para donar, abrazar y levantar.

Jr 20,7-9: La palabra del Señor me ha servido de oprobio.

Salmo 62: R/. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.

Rm 12,1-2: Presentado vuestros cuerpos como sacrificio vivo.

Mt 16,21-27: Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a si mismo.

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