La cruz, ¿nuestra salvación? – Viernes Santo 2021
La cruz, ¿nuestra salvación? – Viernes Santo 2021
Desde las primeras comunidades cristianas, la muerte en la cruz de Jesús ha sido interpretada como el sacrificio por antonomasia. Era necesario que Jesús muriera por nosotros, que su sangre lavara nuestros pecados, porque éste era el plan de Dios para nuestra salvación.
De hecho, una oración de la Semana Santa dice: “Oh Dios, que, para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz, concédenos alcanzar la gracia de la resurrección”.
Surge, entonces, una pregunta: Dios quiere salvarnos, pero, ¿de qué?
Claro, contestarían algunos: quiere salvarnos de nuestros pecados. Desde Adán, de hecho, el ser humano no ha hecho nada más que entorpecer y estropear la creación perfecta que Dios había planeado. Adan y Eva han introducido el pecado en el mundo, desobedeciendo el mandato divino y desde entonces las cosas no han ido a mejor, sino todo lo contrario.
¿Quién podía, entonces, arreglar este estropicio, esta ofensa a Dios? Puesto que el hombre no es capaz, todo queda en manos de Dios. Su hijo, encarnándose, dedica su vida a entregarse a su pueblo; muchos no lo aceptan y deciden condenarlo. Su pasión y muerte son así entendidos como el precio de nuestro rescate.
La cruz es el sacrificio necesario para que la cólera de Dios (que varios profetas habían anunciado, incluido el Bautista) se aplaque. Con la muerte de su hijo, Dios Padre nos perdona, estamos salvados en Cristo gracias a su sangre y volvemos en aquella comunión con Dios que nuestros pecados habían echado a perder.
En resumidas cuentas, esta es la teología que ha acompañado la comunidad cristiana en los últimos 20 siglos, consciente también de que toda síntesis conlleva en parte muchas simplificaciones que, en esta sede, no se pueden profundizar.
En mi opinión las cosas se podrían ver de otra forma.
Ya desde hace muchos años la misma Iglesia ha abandonado la idea de una creación paradisíaca perfecta, situada al principio de todos; también la consecuente caída de la primera pareja humana ha ido asumiendo cada vez más tintes míticos. La ciencia, por su parte, nos muestra un universo en continua evolución donde no hay rastros de una perfección primigenia ni de un origen monogenético.
Sin duda la inexistencia de Adán y Eva no significa la inexistencia del pecado del ser humano, pero su naturaleza imperfecta no es una consecuencia de una desobediencia sino más bien una característica constitutiva del ser humano. En otras palabras toda la creación se desarrolla dentro de una dinámica de muerte y regeneración, de enfermedad y vida que siempre, aunque lentamente, parece tener la última palabra.
El pecado, además, no es una ofensa a Dios, como si éste se viera afectado porque sus derechos divinos han sido puestos en entredicho. El pecado es un mal que nos hacemos a nosotros mismos (y/o a los demás) y que paraliza momentáneamente nuestro crecimiento interior hacia la plenitud.
¿Qué plenitud? Desde luego, para nosotros cristianos el ideal que alcanzar es Jesucristo, imagen del Dios invisible. Pero esta imagen no es la de la cruz, o por lo menos no es la única. A veces olvidamos que Jesús fue un hombre que dedicó sus últimos años (que son los que más conocemos) haciendo el bien, luchando contra el dolor, el sufrimiento moral, físico, social y cultural de la gente de su entorno. Enseñaba con palabras y obras, entregando su vida para los demás y fue tan coherente y auténtico que llevó todo esto hasta las extremas consecuencias.
Sin duda, su forma de actuar y enseñar fue molestando poco a poco a la élite religiosa y también a la política; como su predecesor, el Bautista, también para Jesús se iba preparando el mismo final y cuando el momento estaba cerca, él mismo ya fue consciente de lo que le iba a ocurrir. Y lo fue, entendiéndolo como parte del proyecto del Padre para la instauración definitiva de su reino.
No olvidemos que el mismo Jesús iba predicando que el perdón del Padre, éste lo había ya dado a todo su pueblo de forma gratuita, inmerecida. Mientras el Bautista, con su actitud severa, anunciaba la ira divina y llamaba a la conversión, Jesús, con su forma de vivir acogedora y su mensaje alegre, predicaba un Padre no colérico sino más bien benévolo y misericordioso.
Entonces, si tomamos en serio este mensaje de Jesús, la idea de la cruz como sacrificio para perdonar los pecados pierde inmediatamente su sentido.
En mi opinión, y así concluyo, en línea con el mensaje de Jesús, Dios continuamente nos acoge en su amor, a pesar de todo lo que podamos hacer. La salvación es, entonces, llegar a ser como Cristo, es decir vivir desde el amor, abandonando el egoísmo, la sed de prevaricación y de poder y ser poco a poco imagen de Dios, imagen de Jesús.
En este sentido, no es la cruz ni la sangre de Jesús que salva, sino acoger su mensaje y vivir mirándolo a él, seguros que el Espíritu trabaja en nosotros de forma invisible pero eficaz, si dejamos que él actúe.
En estos últimos días de la Semana Santa, deseo para todos nosotros poder experimentar al Dios del amor que está en nosotros y que siempre nos apoya, para que podamos gozar ya de todo lo que nos regala y vivir al máximo todos sus dones.