Jesús, el rostro del Dios-relación – III Domingo T.O. Año A
Jesús y su relación con el Bautista
Mateo, Marcos y Lucas nos presentan de forma unánime, aunque con diferencias, el bautismo de Jesús en el Jordán y su relación con el Bautista. Esta experiencia tenía que haber marcado mucho a Jesús, a tal punto que los sinópticos recogen en sus evangelios la famosa teofanía, en la que el Espíritu baja sobre Jesús y la voz del Padre lo confirma como su amado, en el que se complace.
El bautismo y la relación con Juan el Bautista tenía que haber representado un antes y un después en la vida del maestro de Galilea que, de este último, terminaría por aprender un mensaje que luego desarrollaría en su vida pública.
Sin embargo, al enterarse de que él había sido arrestado, este hecho le hizo plantear muchas cuestiones: ¿Qué iba a pasar con la misión del Bautista? ¿Quién más se ocuparía de invitar al pueblo de Israel a la conversión? ¿Era necesario que lo arrestaran? ¿Cualquiera que hubiera ocupado su lugar terminaría como él? ¿Tenía él que involucrarse en esta nueva situación o era mejor seguir con su vida, la que él ya conocía y que le daba seguridad? ¿O a lo mejor Dios lo estaba llamando a responder, a dar su disponibilidad con su vida y su libertad, a seguir un nuevo proyecto que daría ahora otro sentido a su existencia?
Jesús, un ser en relación que aprende de lo que vive
No tuvo que ser fácil para Jesús encontrarse en esta situación y decidir qué hacer. Pero vemos su actitud: al enterarse de la captura de lo que, probablemente, había sido su maestro, se retira en Galilea. Vuelve a la tierra que conoce, a sus orígenes, va hacia dentro, para mirar en su interior y descubrir lo que tiene que hacer.
De hecho, Jesús no nace sabiendo quién es y lo que tiene que hacer, sino que lo va aprendiendo conforme vive, gracias a los eventos, a las personas y relaciones que él va construyendo. El mismo Lucas lo había entendido y expresado al final de su “evangelio de la infancia”: “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52).
Después de retirarse, de reflexionar, para comprender lo que tiene que hacer, llega a la conclusión que es el momento de cambiar de rumbo, de poner en juego su vida y seguir las huellas del Bautista, aquel hombre peculiar, austero y libre que se había puesto a anunciar con palabras y obras la llegada del Dios de Israel.
Jesús, el rostro del Dios en relación
Y es así que Jesús, alcanzando Cafarnaún, empieza a predicar, de una manera parecida a Juan, invitando a la conversión y anunciando que está muy cerca el reino de los cielos. Sin embargo, esta nueva misión no se puede llevar en solitario. El reino de Dios no está hecho de superhombres, sino de personas que se ayudan, que descubren una nueva manera de vivir y de encarar la vida, una nueva forma de vivir en sociedad.
Esto es posible solo si Jesús se rodea de una comunidad, un grupo que muestre a sus contemporáneos que sí, se puede vivir de otra manera, que el cambio y las reformas empiezan si cada uno inicia un camino de conversión y juntos nos apoyamos mutuamente. Que para vivir felices no hacen falta grandes cosas y que para ser “judíos piadosos” no hacen falta normas y prácticas para pocos selectos, sino un corazón puro, desprendido, que ama y acoge al prójimo.
Jesús comprende que las relaciones son la otra manera con la que Dios actúa y va estableciendo su presencia activa en el mundo. Es por esta razón que va en busca de personas dispuestas a crear junto a él un pequeño grupo, un laboratorio que sea levadura para transformar al mundo, luz para la gente, espejo e imagen de un Dios que nunca ha dejado de ser fiel a su palabra y que ahora se quiere hacer aún más visible en medio de su pueblo.
Conclusión
Al final, esta es la buena nueva, el evangelio que trae Jesús: no hay mejores y peores, sino que todos estamos en camino; a veces cojeamos, otras vamos más rápidos, pero la meta no está al final del camino, sino que es este último que ya está dentro de la meta, porque incluido en ella. Ya estamos en Dios y este camino se hace más bonito y fecundo cuando se anda en compañía, cuando dejamos al otro entrar en nuestra vida, expresarse y mostrarse como es, para recibirlo en su originalidad y autenticidad.
De hecho, esto significa ser “pescadores de hombres”, ser personas capaces de abrirnos al que tenemos en frente y permitirle ver que dentro de sí mismo hay una luz que está esperando salir, desarrollarse y poder crear, a imagen y semejanza de Dios.
Is 8,23b–9,3: En la Galilea de los gentiles, el pueblo vio una gran luz.
Sal 26: R/. El Señor es mi luz y mi salvación.
1 Cor 1,10-13.17: Decid todos lo mismo y que no haya división entre vosotros.
Mt 4,12-23: Se estableció en Cafarnaún, para que se cumpliera lo dicho por Isaías.