Jesucristo, Rey del Universo – XXXIV Domingo B
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.»
Pilato le dijo: «Conque, ¿tú eres rey?»
Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.» Jn 18,33b-37
Un “rey” frente a otro. El evangelista Juan es muy hábil en presentarnos esta escena paradójica. Pilato representa al Cesar, lo hace visible en aquel pequeño rincón del imperio romano que era Palestina. Jesús representa al Padre, mostrando el rostro cercano y bondadoso de un Dios que no se ha olvidado de su pueblo.
El primero es enviado por el emperador para mantener la paz y el dominio de Roma sobre sus súbditos, mientras que el segundo es enviado por el Padre para mostrar la verdad y la salvación, o sea, a enseñar al ser humano a ser libre y pleno. Ambos no tienen poder sino en cuanto lo han recibido de “lo alto”, es decir, que lo han recibido de otro que es más importante. Dicho en palabras más sencillas, el poder no me lo doy yo, sino que lo recibo, lo descubro como don, me es dado. Y si es un don, ¿cómo tengo que usarlo?
Esta escena me trae a la memoria el enfrentamiento entre Moisés y el faraón. Allí Moisés hablaba según lo que Dios le había dicho desde la zarza ardiente, encarándose al “poder” de los dioses egipcios, representados por el faraón. Sabemos como allí todo se solucionó con las diez plagas, eventos milagrosos que muestran como el verdadero Dios es aquel que guía al pueblo judío hacia la libertad.
Aquí, sin embargo, delante de Pilato no tenemos ningún milagro, ningún efecto particular que pueda llamar la atención. Aquí el plan de Dios no se despliega con majestuosidad y poder, sino más bien en la humildad y en el silencio.Y entonces recuerdo otro momento, las tres tentaciones de Jesús en el desierto. Allí el diablo le había hecho a Jesús tres proposiciones: 1) si de veras eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan; 2) si de veras eres hijo de Dios, tírate abajo, porque dicen las Escrituras: Dios ordenará a sus ángeles que cuiden de ti y te tomen en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra; 3) llevándole a un monte alto, le mostró todas las naciones y su esplendor, diciéndole: Yo te daré todo esto si te arrodillas ante mí y me adoras (cf Mt 4).
Convertir las piedras en pan significa usar el poder para satisfacer las necesidades materiales. Una vez Jesús había multiplicado los panes, dándoselo a la gente hambrienta y justo después tuvo que huir de allí, porque ellos lo querían hacer rey. Huía porque su misión no era la de hacer vivir a la gente, sino la de hacerles ver la razón para qué vivir: la verdad os hará libres (Jn 8,32). Los reyes de este mundo (es decir, de otra mentalidad), sin embargo, actúan muchas veces de otra forma: antes, durante y después de Roma, el panem et circenses parece ser la estrategia ganadora para mantener al pueblo tranquilo y divertido, alejado de las verdaderas cuestiones públicas de las que, obviamente, se ocupa quien está al mando, con el fin de aumentar sus privilegios.
Las segunda y tercera tentación tienen que ver con el usar el poder para fines personales, abusando de él y terminando esclavo de él. Porque cuando creo que el poder es mío, en cuanto yo lo tengo, entonces será natural usarlo para mi provecho, como cualquiera hace con lo que es suyo. Pero todo esto es solamente una ilusión, puesto que el poder del que dispongo me ha sido conferido. En la ilusión de creerlo mío, vivo en la mentira y termino por ser poseído por lo que pensaba poseer. De nuevo volvemos a la frase de antes: la verdad os hará libres.
En resumidas cuentas, el “rey” Jesús nos muestra una forma totalmente nueva de reinar en nuestra vida, muy distinta de los “reyes” a los que podemos estar acostumbrados. Éstos dominan, mientras él se pone al servicio. Éstos abusan de su poder, mientras él tiene el poder de atraer porque hace lo que predica. Éstos intentan aumentar cada vez más su poder, manipulando los eventos a su favor y dando felicidad barata a su gente, para mantenerla distraída, mientras ellos engordan sus privilegios; él muestra que la verdadera felicidad pasa por preguntarnos quiénes somos, pasa por no dejarnos dominar por las cosas y los eventos, pasa por poner el otro al centro y nosotros a su lado para ayudarle. Con Jesús, reinar y servir se vuelven sinónimos.
El trono de Pilato es suntuoso, cómodo, refinado. Es tan bonito que te atrapa y antes de darte cuenta ya te ha agarrado y te resultará difícil poder dejarlo. Su apariencia engaña y solo aquel que tiene un gran equilibrio interior es capaz de no dejarse arrastrar por su melodía. El trono de Jesús, sin embargo, es la cruz. Un trono pobre, incómodo, que da vértigo. Es el trono desde donde lavaba los pies a sus discípulos o cuidaba de todos aquellos que le buscaban para tener una palabra que les sanara. El de Pilato es un trono de vida, que puede dar la muerte, mientras el de Jesús es un trono de muerte, que puede dar la vida. Ésta es la realeza de Jesús, que todos nosotros estamos llamados a encarnar, una realeza que no es de este mundo, pero que tiene el poder de hacer de este mundo un lugar mejor.
Deseo, entonces, para todos nosotros, poder hacer experiencia de este Jesús que no nos quiere confortar, sino que quiere hacernos crecer, alejarnos de las mentiras que nos decimos para poder tranquilizar nuestra conciencia. Que podamos coger este sendero con él, para recorrerlo en la verdad sobre nosotros, en la libertad que nos pone no por encima de los demás, sino al lado del otro, para ayudar a él también hacia una vida verdadera, de amor auténtico, libre de egoísmos y sin condiciones.