¿Interviene Dios en la historia?
La idea clásica que siempre hemos tenido de Dios es la que la filosofía y la teología nos han propuesto, fruto también de una cierta interpretación de la Biblia. Y así, Dios lo hemos imaginado como un Ser infinito, omnipotente, omnisciente, Creador de todo y Señor de la historia.
Son estas últimas dos características, la de creador y señor de la historia que han posibilitado el paso de una religión politeísta a una henoteísta, hasta llegar al monoteísmo así como lo conocemos hoy en día. El politeísmo, ya se sabe, es típico de la Grecia antigua, por ejemplo. Aquí existen muchos dioses y, aunque Zeus es el padre de todos, pero al fin y al cabo todos los dioses del Olimpo son dignos de ser venerados con ofrendas y plegarias, porque todos pueden influenciar la via de los seres humanos.
El henoteísmo es parecido al politeísmo, pero se diferencia por un hecho fundamental: se reconocen muchos dioses y, sin embargo, solo uno es digno de verdadera adoración. Es lo que a veces encontramos en la Biblia, en la que Dios es presentado como el soberano rodeado por una corte celestial. Un ejemplo lo encontramos en el salmo 82,1: «Dios está en la reunión de los dioses; en medio de los dioses juzga».
El henoteísmo deja poco a poco espacio a un monoteísmo absoluto, cuando el creyente se da cuenta que solo un Dios es el verdadero, mientras que los demás no son que falsos dioses, ídolos, que los pueblos paganos se obstinan a adorar: «Los ídolos de las naciones son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca, y no hablan; tienen ojos, y no ven; tienen orejas, y no oyen» (Sal 135,15-17).
Una vez asentado el monoteísmo, se fortalece aún más la idea que solo el Dios de Israel es digno de adoración y de Él depende el destino del ser humano. Él es el sustento de todo la creación, que no viviría sin su aliento, así como nada podría ocurrir en la historia de los hombres si Él no lo permitiera.
El salmo siguiente es un ejemplo de como en la visión clásica de la Biblia, Dios es Aquel que interviene desbaratando a los enemigos y cuando deja de intervenir, entonces llega la derrota:
Salmo 44 1Dios mío, nuestros padres nos han contado las grandes maravillas que tú hiciste en el pasado. 2 Tú mismo echaste de su tierra a los otros pueblos; los destruiste por completo, y en lugar de ellos pusiste a nuestro propio pueblo, y lo hiciste prosperar. 3 No fue con la espada como ellos conquistaron esta tierra; no fue la fuerza de su brazo lo que les dio la victoria. ¡Fue tu mano poderosa! ¡Fue la luz de tu presencia, porque tú los amabas! 4 Tú eres mi Dios y mi rey; ¡tú nos diste la victoria! 5 Por tu gran poder vencimos a nuestros enemigos; ¡destruimos a nuestros agresores! | 9Pero ahora nos has rechazado; nos has hecho pasar vergüenza. Ya no marchas con nuestros ejércitos. 10 Nos has hecho huir; ¡el enemigo nos ha quitado todo lo que teníamos! 17 Todo esto lo hemos sufrido a pesar de no haberte olvidado; jamás hemos faltado a tu pacto; 18 jamás te hemos sido infieles, ni te hemos desobedecido. 19 Y a pesar de todo eso, nos has echado en lugares de miseria; ¡nos has dejado en profunda oscuridad! 23¡Despierta ya, Dios mío! ¿Por qué sigues durmiendo? ¡Entra ya en acción! ¡No nos sigas rechazando! 24 ¿Por qué te escondes? ¿Por qué nos olvidas? ¡Mira cómo nos oprimen! 25 Estamos derrotados por completo; tenemos que arrastrarnos por el suelo. 26 ¡Ven ya en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu gran amor! |
¿Es esta visión de Dios muy distante de la que tienen muchos cristianos (y ateos) hoy día? ¿Acaso no seguimos pensando que Dios es Aquel que podía hacer que la pandemia hubiera terminado antes o que la guerra de Rusia contra Ucraina pueda terminar ya? ¿No seguimos pensando que Dios es el Padre que nos escucha para que salve a aquel niño que está gravemente enfermo o que puede poner punto y final a una situación que ha llegado a superar nuestras fuerzas?
Del resto es un poco lo que pasa en el huerto del Getsemaní con Jesús. Éste, angustiado por lo que imagina le podrá ocurrir, implora al Padre para que, si es posible, pase de él este trago tan amargo; y es también el mismo Jesús que, clavado en la cruz, ya no siente la presencia del Padre y grita: «Dios mio, Dios mio, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Vemos así que, en el salmo 44 como en la Pasión de Jesús, los dos protagonistas invocan a Dios y Éste no interviene, o mejor sí, con un incomprensible silencio. Pero, me pregunto, ¿es Dios que está callado o somos nosotros que estamos esperando que Él hable/haga algo? Obviamente, si seguimos pensando a Dios como el Omnipotente, es claro que cualquier cosa que Él no arregle en nuestra historia, personal y colectiva, la leeremos como un absurdo silencio.
Sin embargo, el primer capítulo del libro del Genesis es claro en afirmar que, después de haber creado todo, Dios deja la creación en mano de sus criaturas: a los animales, a las plantas, a los peces, al sol y a la luna, así como al ser humano, Dios encomienda la tarea de multiplicarse, de ser fecundos, de gobernar y alternar la noche y el día, así como de cultivar y cuidar de ella. Sus criaturas se ven encomendada la tarea de seguir la obra creadora de su Señor, cada una según sus capacidades.
¿Es entonces Dios Aquel que tiene que intervenir, o somos nosotros los responsables de la historia que nos atañe? Algunos podrían decirme que, visto de esta forma, ya no tiene ningún sentido afirmar la existencia de Dios, puesto que todo depende de nosotros. Mi respuesta es que Dios no interviene desde fuera, como un «Deus ex machina», como Aquel que soluciona los problemas que nosotros somos incapaces de resolver. Dios es la linfa vital que habita en nosotros.
Ya Pablo de Tarso afirmaba que somos templo del Espíritu (1 Cor 6,19) y volviendo a Gn 1, 26-27, sabemos que el ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios. Finalmente, Jesús nos muestra que, abriéndonos a este Espíritu que ya nos habita, podemos transformar nuestras vidas, viviendo como hijos del Padre, a su imagen y semejanza, a saber, configurándonos a Cristo. Es así que nos hacemos teofanía de Dios, permitiéndoLe actuar en la historia porque nos hacemos transparencia suya.
Es de esta forma que Dios actúa e interviene en la historia, porque nosotros somos sus manos, su boca, sus pies, llamados a levantar de la cuneta a quién se ha caído, a amar a amigos y enemigos y a donar nuestra vida sin pedir nada a cambio.
Tendríamos que abandonar, pues, la imagen que tenemos de un Dios omnipotente del que exigimos que intervenga en nuestras vidas. En su lugar, tendríamos que exigir de nosotros mismos empezar un camino de crecimiento, porque solo nosotros somos los responsables de los males y del bien que reina en el mundo. Podría empezar por mirarme a mi mismo y tomar conciencia de todas las veces en las que soy como un niño caprichoso que quiere solucionar las cosas imponiendo mi punto de vista, cueste lo que cueste; luego, podría darme cuenta de que esta dinámica es global y que es ésta que llega a minar la convivencia entre los pueblos. Es así que dejaría de buscar un culpable fuera de mí y un salvador que arregle mis fracasos, para llegar a la conclusión que el cambio empieza conmigo.
Un comentario sobre “¿Interviene Dios en la historia?”
No hay voluntad divina que preordene el destino de las criaturas. La voluntad divina no es otra que la capacidad de la criatura de decidir por sí misma (cf. Flp 2,13). En una comprensión posteísta y monista (relativa), la providencia no expresa tanto la voluntad de un sujeto divino inteligente y predisponente de las decisiones y acciones humanas, como el dinamismo de un Dios que ya no es considerado un “actor” en el mundo. y en la historia humana pero «activa» en todo ser, como un poder dado a las criaturas, para que puedan auto-determinarse. Cuanto más apertura se da a Dios (en conciencia, en libertad y en amor), más Dios encuentra espacio para darse y decirse en las criaturas. En su entrega amorosa a Dios y a los hombres, Jesús de Nazaret actualizó ese potencial de autodeterminación que está presente en toda forma de vida, en diferentes grados e intensidades, en particular en el homo sapiens. Al darse cuenta de la trascendental y total apertura a Dios, Jesús encarnó a Dios en el acto categórico de su entrega de amor a los demás. En este acto humano de abandono en Dios se hace visible la providencia de Dios: «El Señor provee» (Gn 22,14).