Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? XIX Domingo Tiempo Ordinario
Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apresuró a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
Jesús les dijo enseguida:
«Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pedro le contestó:
«Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua».
Él le dijo:
«Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
«Señor, sálvame».
Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
«Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?».
En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo:
«Realmente eres Hijo de Dios».
El domingo pasado vimos como los discípulos de Jesús querían despedir a la gente para que fueran a comprar de comer, pero Jesús, negándose, les invitaba a que dieran ellos mismos de comer.
Entonces, en esta lectura que la primera comunidad cristiana hace de la cena eucarística, los discípulos se ven dando el alimento que reciben de la misma mano de Jesús, un alimento que quita el hambre existencial que tenia la multitud.
Lo que pasa es que ahora los discípulos se sienten importantes. Si antes querían despedir a la gente, ahora ven que, de repente, tienen un rol, un papel relevante fruto de seguir a Jesús muy de cerca.
Él les había encomendado que sirvieran “la comida”, pero ese servicio les hace importantes a los ojos de la gente y se vienen arriba. Ese peligro que es tan antiguo como moderno en la iglesia-institución: el de creerse administradores de lo que el Señor quiere dar a todo aquel que lo sigue.
Pero nosotros no somos ni dueños ni administradores de sus dones, sino simplemente estamos llamados a servir, a dar a todos lo que hemos recibido de Él.
¿Pero, qué pasa si esto se nos olvida? Pues pasa que empezamos a creer que somos unos elegidos, unos privilegiados, superiores a los demás y entonces la gente tiene que respetarnos y hacer lo que le indicamos.
Pero Jesús simplemente ha dicho: “Dadles vosotros de comer”.
De allí que Jesús apresura a sus discípulos a que dejen ya aquel lugar y vuelvan al barco para que dejen de fantasear sobre estatus que no les corresponden y se pongan otra vez en camino.
Pero el camino de la comunidad cristiana, representado por el barco, no es para nada un sendero de seguridad y comodidades, sino un sendero de miedos, imprevistos y fuertes vientos, representados por el agua que para un judío del tiempo de Jesús recuerda el caos primordial del Génesis que recubría toda la faz de la tierra.
Así entonces se encuentra la Iglesia, desde la muerte y resurrección de Jesús: se siente sola, abandonada y atemorizada porque su maestro está ausente (Jesús está orando, está ya con el Padre, en comunión con Él), y en esta soledad se siente a la merced de las olas que la sacuden.
Y es que en el grito de miedo de Pedro está cada uno de nuestros gritos de terror, de miedo y de pánico.
Todos, de hecho, hemos pasado, pasaremos o estamos pasando por las olas de la vida que nos sacuden, por el viento de las dificultades que nos hace retroceder, por el mar en tempestad de la muerte, de la enfermedad, del paro, de la traición, del sufrimiento.
Todas estas realidades nos hacen vivir una noche oscura del alma, como la llamaron algunos, donde hasta lo bueno parece asustarnos puesto que nos sentimos indefensos y creemos que cualquier cosa nos puede hacer daño.
Como Pedro y los demás que, muertos de miedo porque el barco puede volcarse, al ver a Jesús llegar no le reconocen y gritan de miedo.
Es que hasta en las situaciones más adversas, cuando ya nos creemos perdidos y nos sentimos abandonados, nunca estamos solos, porque en nosotros está la fuente de la confianza, de la vida y del amor, siempre dispuesta a levantarnos y salvarnos del pozo oscuro donde hemos caído.
Si miramos a esta fuente eterna e infinita, puro amor, energía que sana y sacia, que llamamos Dios y que se encuentra en lo más profundo de nuestro ser. Si, si allí miramos, entonces nada nos detendrá y, cada vez más libres, podremos ser todo lo aquello para lo que Dios me creó.
Ahora, si en el trayecto nos paramos y cambiamos nuestra mirada hacía nosotros mismos y nuestros defectos, entonces todo se vendrá abajo. Como Pedro, empezaremos a vernos incapaces de alcanzar lo que de verdad nos hace felices, plenos y completos, la fuerza del viento contrario nos asustará y la fe se esconderá para dejar espacio al miedo, que poco a poco nos hundirá otra vez, haciendo imposible cualquier movimiento.
Alejémonos entonces de todo sensacionalismo y milagro, porque no va de eso la lectura de hoy.
Va de lo más humano que pueda haber en nuestras vidas: la oscuridad.
Esa oscuridad que, de repente, nos envuelve, nos cala muy hondo y se nos mete en el corazón no es el final, sino sólo parte del camino.
En este camino, aunque todo se haga muy cuesta arriba y creamos estar solos, abandonados hasta por Dios, no podemos dejar que nos venza el miedo, que la dificultad nos hunda, o que el desánimo se apodere de nosotros porque Dios, la fuente de la vida, está allí, con nosotros, en todo momento hasta en el más oscuro, esperando a que nos abramos a ella y con ella poder ser lo que nunca hemos tenido la valentía ni siquiera de pensar, creer o soñar. ¿Y si hoy, para cambiar, te atreves a imaginar?