Hijos de Dios – Natividad del Señor
En esta fiesta de Navidad, vamos a ver en conjunto las 4 lecturas de esta liturgia: de hecho tenemos un primer evangelio, que es el de la vigilia (Mt 1,1-25), un segundo de la misa de medianoche (Lc 2,1-14), un tercero de la aurora (Lc 2,15-20) y un cuarto de la misa del día de Navidad (Jn 1,1-18).
Como podemos ver, no hay ningún texto del evangelista Marcos, el primero en haber sido escrito. Marcos relata de Jesús solo su vida adulta; probablemente no dio tanta importancia a aquellos datos del infancia del maestro o a lo mejor no había entrado en contacto con esta tradición. Lo fundamental para los primeros seguidores de Jesús, de todas formas, era el núcleo duro del anuncio sobre él, que veía en su pasión, muerte y resurrección lo realmente importante para la fe de la comunidad cristiana. Con el tiempo, sin embargo, se creyó necesario también aclarar el pasado del maestro, intentando averiguar algo más que podía contestar a las preguntas que los nuevos discípulos se iban planteando y que podían ser relevantes para la fe en el Resucitado.
Es así que aparecen los relatos de la infancia de Jesús, en Mateo y Lucas que, aunque diferentes en muchos aspectos, tienen la finalidad de aportar más detalles sobre la persona del Mesías. El intento es obviamente teológico, porque a los evangelistas no interesan tanto los datos históricos en sí, sino el significado que ellos pueden tener para que la comunidad de creyentes entienda mejor quién es Jesús. Y es ahí que se subraya que Jesús es de descendencia davídica y nacido en Belén, la ciudad de David, porque el Mesías debía venir del linaje de ese rey tan querido. Además, si Jesús era el enviado de Dios, había que mostrar que también los profetas habían hablado de él; la comunidad de discípulos, así, encuentra en los textos del profeta Isaías una referencia en la que ver un claro anuncio de Jesús: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Enmanuel” (Mt 1,23, cf. Is 7,14).
Pero Jesús no era un simple enviado de Dios. También Juan Bautista lo era, pero Jesús era mucho más que él y eso se tenía que reflejar por supuesto en su nacimiento. Jesús había resucitado y esto significaba que Dios mismo había ratificado todo lo que él había dicho y hecho. Jesús, entonces, había hecho visible a Dios y el Padre se había hecho visible en su hijo. Jesús era, así, el Enmanuel, el Dios con nosotros, Dios en su forma humana.
La singularidad de Jesús se expresó, de hecho, en el relato de su concepción: Dios lo había querido y había hecho posible que él naciera. Es por eso que Jesús no podía ser solo el resultado del esfuerzo humano, porque el mismo Dios había intervenido directamente para hacer posible que él fuera diferente de todos los demás seres humanos. Es así que se puede entender como la virginidad de María tiene la función de subrayar la importancia que Jesús tiene en el plan de salvación. En otras palabras, en la mentalidad de hace dos mil años, con Jesús el plan de salvación tiene un giro tan increíble que ya no vale la antigua formula: Dios con hombre+mujer = enviado de Dios; ahora es necesaria una nueva e impensable ecuación: Dios y mujer = hijo de Dios. Dicho de otra forma, la virginidad es un medio que usa el evangelista para contar un mensaje de fe: que aquel niño tiene un origen divino.
Es así, entonces, que Mateo usa expresiones como: «resultó que estaba [María] encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt1, 18) y el ángel que dice a José: “no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,20). Esta idea va creciendo y retrotrayendo en el tiempo la divinidad de Jesús; lo dice alto y claro el evangelista Juan, afirmando que “en el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.[…] Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn 1,1.14).
Un tema es claro en estos textos de la natividad de Jesús: Dios cumple sus maravillas, porque así quiere y porque nos quiere. Pero también hay otro tema que los evangelistas desarrollan en su narrativa: Dios interviene, por supuesto, pero lo hace sin hacer ruido y por medio de actores que no tienen ninguna importancia para el criterio común. Escoge a una mujer, María, muy joven y desconocida, lejos de ser una reina; elige a un hombre, José, un artesano para nada tan especializado ni famoso. Todo se desarrolla entre Nazareth y Belén, dos pueblos muy pequeños y lejos de ser importantes como Jerusalén, la capital. El lugar de nacimiento es de lo más humilde, un establo, lugar dedicado para los animales. El parto parece ocurrir por la noche, donde todo pasa más desapercibido y los únicos que están al tanto de lo que transcurre son unos pastores, gente mal vista en la sociedad judía, porque siempre están en contacto con los animales y porque se les acusaba de robar allí por donde pasaban, a causa de su pobreza.
Los evangelistas nos dan un mensaje evidente: las grandes obras se cuecen en la cotidianidad y muchas veces pasan desapercibidas. Además, Dios no excluye a nadie y a todos envuelve en el circulo de su amor; no hay pecado ni pecador que se le resista, porque los primeros que reciben su cuidado son justo los que la sociedad desprecia y arrincona. El aviso, entonces, es el de entrenar nuestra mirada, para así poder ver como Dios ve, aun cuando todo parezca oscuro y la realidad no sea como la habíamos pensado nosotros. Solo cuándo seamos capaces de percibir la acción de Dios más allá de lo que vemos a simple vista y más allá de la niebla y la noche que nos envuelven, entonces seremos también capaces de ver la aurora, de ver la luz allí donde aún todo es negro.
Así llegamos al último tema que quiero subrayar y que se resume en Jn 1,12-13: “Pero a los que lo aceptaron y creyeron en él, les dio el poder de ser hijos de Dios. Son hijos de Dios, pero no por nacimiento físico; no tiene que ver con ningún acto ni deseo humano. Son hijos suyos porque Dios así lo quiere”. Pero, ¿quiénes son los que aceptan y creen en Jesús? Sabemos muy bien que para Jesús no bastaba decir “Señor, Señor” para ser así miembro de una nueva realidad, el reino de Dios; lo más importante era cumplir lo que él pedía, que se resume en amar a Dios y al prójimo, o sea, realizarse como ser humano, plenamente, en estrecha relación con los demás y toda la creación.
Conforme vamos actuando y pensando de esta manera, entonces, vamos tomando conciencia de este poder que siempre hemos llevado dentro, el de ser hijos de Dios y cuánto más conscientes somos de lo que somos, más actuaremos y pensaremos de esta manera. Y esto no es fruto de esfuerzo humano, de genética o de clase social, sino que es fruto de que todos hemos nacido de Dios.
Deseo, entonces, para todos nosotros que, adorando al niño Jesús, nos puedan venir a la mente las palabras del cuarto evangelio, es decir, que somos hijos de Dios, porque Él así lo quiere y así nos ha hecho. De lo que se trata es de aceptar/comprender todo esto y creérnoslo, para así transformarnos en lo que ya somos. Feliz natividad de Jesús, feliz natividad nuestra.