Eucaristía – Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo Año C
Gn 14,18-20: Ofreció pan y vino.
Sal 109,1.2.3.4: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
1 Cor 11,23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor.
Lc 9,11b-17: Comieron todos y se saciaron.
Las lecturas de este domingo nos recuerdan lo importante y central que es para la comunidad cristiana la Eucaristía. Desde los orígenes del Cristianismo, los seguidores de Jesús hablaban de la fracción del pan. En el evangelio de este domingo Jesús parte los cinco panes; también ocurre con los discípulos de Emaús, donde Jesús parte el pan en su casa y ellos por fin lo reconocen (Lc 24,30). Lo mismo cuenta Pablo a los Corintios, recordando los últimos gestos de Jesús, antes de que lo apresaran. Finalmente Hch 2,46 nos habla de la primera comunidad de discípulos que parte y comparte el pan en las casas, en un ambiente de alegría y sencillez.
Estos ejemplos nos recuerdan que uno de los gestos más sencillos que Jesús realizaba era lo de partir el pan, para compartirlo. Lejos de ser un elemento que luego llegaría a sacralizarse, bajo la apariencia del pan y del vino que devienen el cuerpo y la sangre de Cristo, hoy no podemos olvidar su otro sentido tan profundo como el primero que definimos bajo el nombre de “transubstanciación”. Este simple gesto de Jesús revela su sentido más genuino porque quiere mostrar como el Reino de Dios es parecido a un banquete, una fiesta en la que las invitaciones no se consiguen por mérito, sino que son un don gratuito que recibimos por ser exactamente lo que somos, cada uno con sus cualidades y defectos.
Los evangelios están repletos de momentos en los que Jesús es presentado en escenas de comidas, como invitado y como protagonista, momentos que están caracterizados por acontecimientos decisivos y que generalmente llevan a un cambio profundo en el corazón de sus oyentes, como es el caso de Zaqueo y de Levi. Es que para el contexto judío y mediterráneo, la comida es un momento importante en el que se comparte, se disfruta, se nos comprende como parte de una comunidad y se realiza allí mismo la comunidad, como lugar de un sentirse uno con los demás.
Esto es exactamente el sentido del reunirnos como asamblea en ese momento que llamamos Eucaristía. Aquí existen dos pilares fundamentales: un primero que es don y un segundo que es responsabilidad. No se puede exaltar uno de los dos, olvidándonos del otro. El pilar del don es la presencia del Señor entre nosotros: “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Ahí encontramos al Señor presente que se dona como comida y bebida, que siempre se hace pequeño y humilde para nosotros, se pone a nuestra altura para que podamos subir a sus alturas. Es la kenosis de la encarnación, que tiene el fin de divinizarnos.
Sin embargo no podemos quedarnos aquí, en esta particular encarnación que parece detener al Señor en medio de nosotros, como si lo poseyéramos, visualmente “prisionero” dentro de un tabernáculo o dentro del ostensorio, expuesto, para que lo adoremos. Siempre queda allí el peligro de transformar en objeto lo misterioso y transcendente que es Dios, con el riesgo de reducirlo en un ídolo, adorando lo que tenemos allí delante, mientras que a lo mejor deberíamos recordar la voz del Señor que dice: “No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21).
En otras palabras, la verdadera adoración no es la que se hace de rodillas, sino es aquella que nos abre el corazón para que nos dejemos transformar por el Espíritu, al fin de vivir el mensaje que Jesús nos ha traído. Es por esta razón que, después de dar las gracias por este primer pilar que ese el don, de un Señor que no para de entregarse para nosotros, para nuestro bien, llega el segundo pilar, el del compromiso, de la respuesta a este don que reconocemos y que nos llama a la acción y a la transformación personal y comunitaria.
Estamos llamados a hacernos Eucaristía, a hacernos lo que ya somos, cuerpo de Cristo. Hacernos Eucaristía significa que, comiendo ese pan y ese vino que son el cuerpo y la sangre de Jesús, estamos comiendo lo que somos y ese don a lo que estamos llamados a realizar: la comunidad y la unión, que nos preceden pero que necesitan de nuestro compromiso para que se realicen en plenitud. Y así como el pan es fruto de muchos granos de trigo que son triturados, pasados por agua, amasados y luego horneados con el fuego que lo trasforma en ese alimento que tanto nos gusta, lo mismo pasa con cada uno de nosotros que formamos la comunidad, personalmente y como grupo.
Estamos llamados a formar un único pan, pasando por el molino, el agua, el fuego que nos purifican, nos fortalecen, nos amalgaman para aprender a ser uno, sin anular las diferencias, sino respetándolas en el amor y siendo capaces de trabajar para el bien y la unidad, superando las visiones parciales que nos separan en bandos opuestos. Esto, en mi opinión, es el verdadero significado a lo que apunta la Eucaristía, más allá de las diferencias de interpretaciones entre confesiones religiosas (católicos, protestante, anglicanos…) que hacen de la cena del Señor un símbolo, un recuerdo, una representación o la real presencia de Jesús en medio de su comunidad.
Es por eso que deseo para todos nosotros que podamos beber de esta fuente, que es el mensaje de Jesús, para adorar al Señor presente en medio de nosotros, yendo más allá, donde él quiere llevarnos, que es el proyecto de una vida en la solidaridad, en la comunión, en el amor, en el servicio, en el abandono, en la entrega mutua.
Que las distintas Iglesias puedan abrir sus corazones, para que el Espíritu nos transforme y podamos ser señal inequívoca de una auténtica humanidad de hermanos, donde no hay discriminaciones ni separaciones, sino el compromiso de hacernos cargo del camino del compañero, para crecer mutuamente en la caridad.
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