El Reino es nuestro jardín interior – XI Domingo B
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: «El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha.»
Les dijo también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra.»
Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado. Mc 4, 26-34
Cuando Jesús habla de Dios a la gente, no lo hace con palabras difíciles e incompresibles, sino que habla con pastores, pescadores y gente común de una forma que le permite conectarse con sus existencias. De hecho Jesús habla el idioma de la vida, que todos pueden entender. Hablar de forma clara de algo tan misterioso como Dios: toda una hazaña que Jesús hace real usando las parábolas. Porque cuando se habla del misterio lo mejor es usar el lenguaje simbólico, imágenes y similitudes que se acercan a lo Inefable de forma precaria y limitada, pero que consiguen arrojar un poco de luz sobre Él.
Y allí van las dos imágenes: el Reino de Dios es como un campo con un hombre que siembra en él; con el tiempo las semillas germinan hasta dar fruto y cuando el tiempo es maduro, el hombre cosecha los frutos.
La secunda es parecida a la anterior. El Reino de Dios ahora es tan pequeño como la minúscula semilla de mostaza, pero si se planta crece de una manera desproporcionada con respecto al tamaño de su semilla y los pájaros encuentran cobijo en sus ramas.
Durante siglos se ha enseñado que el reino de Dios es algo que está fuera de nosotros. Dios y su realidad son totalmente otro con respecto al hombre y su creación. Este reino es algo que aquí se presenta de forma embrional y sólo después de nuestra muerte se nos revelará en su forma plena.
¿Y si las cosas fueran algo distinto? Podríamos ver este reino de Dios como algo profundamente enraizado en la creación y en nosotros. No existe la posibilidad de estar lejos de Dios y de estar separado de él. Es lo que nos quiere decir Jesús con estas dos parábolas. Dice por esto San Agustín en Las Confesiones: “Pero ¿dónde estabas entonces para mí? ¡Oh, y qué lejos, sí, y qué lejos peregrinaba fuera de ti, privado hasta de las bellotas de los puercos que yo apacentaba con ellas!¡Ay, ay de mí, por, qué grados fui descendiendo hasta las profundidades del abismo, lleno de fatiga y devorado por la falta de verdad! Y todo, Dios mío, todo por buscarte […] porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío”.
¿Qué es, sino, este campo que sembrar? Es la consciencia de lo que somos y lo que somos llamados a ser. Si nos quedamos en la superficie, entonces seremos como tierra árida, que no deja que lo realmente importante haga raíces en nosotros. Una vida así de superficial es una vida guiada por nuestro ego. Es la que se deja embaucar por poseer, por ambicionar, por la fama y el poder. Es el ego que me hace creer que lo mío es mejor que lo del otro, que mi grupo es más que los otros grupos y que yo soy el centro, de hecho, de todo lo que me rodea.
Ya el mismo Jesús nos había puesto en alerta con esta forma de pensar y vivir . Con la parábola del buen samaritano, nos recordaba que más que preguntarme por quién es mi prójimo, sería mejor ponernos desde otra perspectiva: ¿de quién soy yo el prójimo? Es un cambio total de centro de gravedad, porque hasta que me deje guiar sólo por mi ego, este terreno que es mi conciencia y mi interioridad estará demasiado ocupado para afirmarse sobre los demás en lugar de centrarse para trabajar en sí mismo.
Entonces, el reino de Dios es como nuestro jardín interior. Necesita de cuidado de nuestra parte. No podemos dejar que crezcan sin parar los hierbajos siempre más altos del ego, porque estos son como un parásito que destroza todas las demás plantas, quitándoles luz y alimento. Pero si tomamos conciencia de las trampas que nosotros mismos albergamos, entonces podremos cuidar mejor de nuestro jardín y casi sin darnos cuenta las plantas verdaderamente importante para nosotros empezarán a crecer cada vez más y a dar frutos espléndidos.
Un terreno así bien predispuesto es tan fértil que el Espíritu puede hacer allí todo lo que quiere. De hecho, en la naturaleza, la vida es un principio que se muestra con toda su fuerza. Lo podemos ver con los enfermos: el cuerpo intenta resistirse con todo sí mismo para no sucumbir a la muerte y también nos sorprenden ciertas plantas que nacen en sitios inhóspitos, tan rocosos y abandonados y que, a pesar de todo esto, germinan y prosperan. La vida, entonces, es un continuo fluir y busca cualquier rendija para poder expresarse. Si ahora cambiamos la palabra “vida” por “Dios”, veremos que estamos expresando lo que parece ser la idea misma de Jesús.
Dios nos “acorrala” en la espera de que tomemos poco a poco conciencia de lo que somos y le dejemos actuar. Él siempre ha estado allí, dentro y con nosotros, silente y paciente. Una vez que le dejamos una puerta entreabierta, entonces hará maravillas en nosotros, casi sin darnos cuenta. Pero para eso hay que despertarse de la trampa del ego y dejar, soltar, abandonarse. En esto la naturaleza sigue enseñándonos: si pensamos que el aire es poca y entonces no la soltamos, terminaremos asfixiados; si comemos y no dejamos que el cuerpo suelte lo que él sabe que no es bueno para nosotros, también tendremos muchos problemas. De la misma forma, hasta que no entendamos cuán importante es saber soltar todos nuestros agarres que nos dan “seguridad”, hasta entonces el Espíritu no podrá trabajar plenamente, porque tendrá que pelearse con nuestro ego.
Deseo para todos nosotros, entonces, que podamos descubrirnos morada de Dios, dejarle cada vez más espacio en nuestro jardín interior para que el pueda plantar y podar todo lo que es necesario para que este terreno suyo pueda ser cada vez más hermoso. Que podamos hacer silencio para dejarle hablar y junto a Él poder hacer de nuestra vida una obra de arte.
RetereFeliz domingo.