El presente como presencia de Dios – IV Domingo Adviento Año C
El ego en busca de éxito
Estamos acostumbrados a una forma de pensar que prioriza los grandes resultados. Las empresas evalúan los beneficios de sus estrategias al final del año, y los departamentos que no generan altos rendimientos son reestructurados, reorganizados o absorbidos.
A menudo, me llena de entusiasmo dar una charla en una sala llena de gente; sin embargo, cuando solo asisten unas pocas personas, el mal sabor de boca toca a mi puerta. Pienso que mi mensaje llegará a un grupo muy reducido, y eso, de alguna manera, lo devalúa en mi mente.
Detrás de esta perspectiva se encuentra nuestro ego, siempre en busca de alicientes. Para el ego, los éxitos visibles y cuantificables son un bálsamo indispensable. Por el contrario, todo lo que se realiza en el silencio, en la retaguardia o en el anonimato le resulta incomprensible e incluso absurdo. El ego anhela llenarse de sí mismo, alimentarse de logros, capacidades y reconocimientos.
Un Dios presente en lo ordinario
Sin embargo, las lecturas del cuarto y último domingo de Adviento nos proponen otra lógica: el profeta Miqueas nos recuerda que Dios no se manifiesta en Jerusalén ni en Roma, ni a través de reyes o emperadores. Él elige Belén, una aldea pequeña e insignificante.
Lo mismo sucede en el Evangelio según Lucas. Se nos presenta a María, una joven desconocida, mujer y habitante de un pueblo pequeño. María no se dirige a un lugar famoso o concurrido, sino a una montaña apartada, para visitar a una pariente suya, Isabel, también sin importancia a los ojos del mundo.
Leer en lo ordinario la presencia de Dios
En este encuentro entre María e Isabel, ambas son capaces de reconocer, la una en la otra, la acción de Dios. Dios actúa a través de ellas, pero no se hace presente de forma directa o imponente. Su presencia requiere nuestro “sí”, nuestra colaboración, para hacerse visible en nuestras vidas y en las de los demás.
Esto implica dos actitudes fundamentales: la disponibilidad para permitir que el Espíritu Santo obre en nosotros, convirtiéndonos en canales de amor y vitalidad, y la capacidad de reconocer dónde Dios está actuando, ya sea en las personas que nos rodean o en las circunstancias que vivimos.
Jesús, modelo del binomio divino-humano
Si decimos que Jesús es plenamente humano y plenamente divino, porque en su humanidad perfecta se revela la divinidad, podemos afirmar que también nuestras vidas son un entramado de acciones humanas que reflejan una dimensión divina.
Nada podemos sin Dios, quien nos sostiene y nos da plenitud. Pero, al mismo tiempo, Dios no actúa sin contar con nuestra libertad y nuestro “sí”. Esta relación de colaboración revela su respeto absoluto por nuestra libertad.
María, modelo de fe
El tiempo de Adviento nos invita, por consiguiente, a mirar a María como modelo de fe. Su grandeza reside en su humildad: se hace pequeña para dar espacio a Dios en su vida. El embarazo, en el relato evangélico, no solo tiene una dimensión biológica, sino que es una metáfora de una existencia que se vacía de lo superfluo para acoger la plenitud de Dios.
El “hágase” de María es, a la vez, un verbo activo y pasivo. En su libertad, ella elige decir “sí”, pero también se abandona para que Dios moldee su vida según su voluntad. Este “hágase” no es un momento puntual, sino una disposición continua que acompaña a María a lo largo de toda su existencia.
Hacer presente a Dios
La experiencia de María no es exclusiva de ella. Nosotros también estamos llamados a ser terreno fértil para que Dios haga brotar su presencia, como una semilla que florece en la tierra trabajada con humildad, valentía, confianza, desapego, amor y alegría.
Nosotros, providencia de Dios
Queda ya muy poco para volver a vivir la fiesta de la Navidad, pero siempre es el momento perfecto para comprender que no solo la cotidianidad es el lugar en el que Dios se hace presente, sino que también nosotros somos la providencia de Dios, porque somos y estamos llamados a ser sus manos, sus pies, su voz, para construir el reino de Dios y, como María, encarnar en nuestra existencia esa Palabra de vida y de amor.