El misterio que somos y que nos envuelve – XXVII Domingo T.O. Año B

El misterio que somos y que nos envuelve – XXVII Domingo T.O. Año B

El misterio de la relación humana

Las lecturas de este domingo nos invitan a reflexionar a través de las categorías del misterio y la relación. Estos conceptos aparecen desde las primeras páginas del libro del Génesis, donde se nos presenta al protagonista, Adán. Dios observa que Adán está solo, necesitado de compañía, y decide crear a los animales.

Adán: un ser indeterminado

Es importante detenernos un momento en la figura de Adán. Según el relato bíblico, Adán no es inicialmente un varón, sino un ser indeterminado, del cual Dios formará a Eva. Adán, en este sentido, es tanto hombre como mujer, o quizás ni lo uno ni lo otro, es decir, asexuado.

A pesar de la creación de los animales, estos no parecen aptos para establecer una relación que satisfaga a Adán o le haga crecer. El texto es claro: Adán da nombre a los animales, lo que establece una relación de superioridad y dominio con respecto a ellos. Sin embargo, para él, el origen de estas criaturas es un misterio. Aunque nosotros sabemos que Dios es su creador, Adán no es testigo de su creación, aunque se siente en posición de dominarlos al darles nombre, una señal de superioridad.

El misterio de Eva y la relación entre hombre y mujer

Esta relación de dominio no llena a Adán, pues es desequilibrada, quizás instrumental. Dios, entonces, busca soluciones y lo “anestesia”, creando a la mujer, Eva, a partir de él. Ahora, Adán deja de ser indeterminado, ya que se reconoce como hombre frente a la mujer.

Este detalle es fundamental: solo en la relación comprendemos nuestra identidad y alcanzamos una plenitud que aislados no podríamos lograr. En el otro nos vemos y nos reconocemos, identificándonos y captando al mismo tiempo las diferencias. En hebreo, este juego de palabras entre «Isha» (mujer) y «Ish» (hombre) refleja esta dinámica de identificación y diferencia.

El otro e yo como misterio

Adán da nombre a esta nueva criatura, la mujer, llamándola Eva, lo que indica una superioridad que refleja la cultura de una época de más de 2000 años. Aunque no podemos juzgar esa cultura desde nuestros parámetros actuales, el texto nos sorprende al destacar el misterio que envuelve esta relación.

El relato nos dice que Dios adormece a Adán para crear a Eva, y este acto de «anestesia» representa el misterio en la relación entre ambos. Ni Adán sabe de dónde viene Eva, ni ella conoce su origen, y Adán tampoco es testigo de su propia creación. Así, ambos son un misterio el uno para el otro.

Dios, el misterio supremo en el que se refleja nuestra propia naturaleza

El texto nos quiere transmitir una verdad profunda: Dios es el misterio por excelencia. No podemos captarlo o comprenderlo plenamente, ya que, de hacerlo, dejaría de ser Dios, se reduciría a algo finito y limitado. Si Dios es un misterio, nosotros también lo somos, ya que estamos hechos a su imagen. Esto significa que no podemos encasillar o etiquetar al otro, sino que debemos reconocer su naturaleza cambiante y misteriosa.

Esta revelación, tanto de nosotros mismos como de los demás, es lo que llamamos «relación». Nos permite crecer, descubrirnos y compararnos con los demás, identificándonos y diferenciándonos al mismo tiempo. Solo en relación con el otro podemos aprender a ser y a vivir. Sin el otro, o dominándolo, perdemos nuestra esencia, nos deshumanizamos.

La relación según el Evangelio: más allá del dominio

En este sentido, el evangelio de Marcos que nos presenta la liturgia es clave. Los fariseos preguntan a Jesús si el hombre puede repudiar a su mujer, y él responde que no hay superioridad entre uno y otro. El acta de repudio no es un derecho del hombre, dentro de un sistema patriarcal, porque tampoco está pensado para la mujer.  Repudiar es atentar contra uno mismo y contra el otro, porque es romper la relación que nos da identidad.

Repudiar significa rechazar, renegar y disminuir al otro, todo lo contrario al amor que debe reinar en una relación. Repudiar significa rechazar, renegar y disminuir al otro, todo lo contrario al amor que debe reinar en una relación. Esto ocurre cuando ya no encuentro asombro en el otro, porque lo he clasificado y me he hecho una imagen de él, una proyección de mi mente, una manipulación de mi ego, que transforma al otro en un ídolo. Es entonces cuando ya no hablo ni me encuentro con el otro tal como es, sino con la imagen que me he creado de él, desde la cual mi ego busca todas las razones para enfrentarse y oponerse.

Conclusión: aprender a relacionarnos desde el amor

Desde aquí, no pretendemos sermonear ni juzgar a quienes han vivido o están viviendo una ruptura. Cada caso es único, con sus propias circunstancias. Sin embargo, todos necesitamos reflexionar sobre el misterio que es cada persona y que es todo lo que nos rodea. Ojalá aprendiéramos a relacionarnos desde ese misterio, y no solo desde nuestras emociones, expectativas o desde nuestra tendencia a apropiarnos del otro y encasillarlo.

Si dejáramos de ser el centro y pusiéramos al otro en el centro, seríamos capaces de construir relaciones más sólidas, más humanizadoras, y más saludables. Respetaríamos al otro en su particularidad, sin intentar dominarlo o manipularlo. Así podríamos apoyarnos mutuamente, aprendiendo a ser, a acoger, a donar y a recibir. A esto debemos apuntar.

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