Quién es el más importante – XXV Domingo B
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.» Mc 9,30-37
Jesús atraviesa la Galilea instruyendo a sus discípulos, pero no quiere que nadie se entere de su presencia. Poco antes, había conocido otro profeta, de hecho más famoso que él: era Juan Bautista. No era un revolucionario político, pero ejercitaba mucha influencia sobre el pueblo. El rey Herodes Antípas decidió que era mejor deshacerse de él, antes de que pudiera transformarse en un problema. El mensaje era claro: exponerse, involucrando al pueblo, podía ser letal. Jesús lo sabe y por eso el evangelista Marcos nos lo muestra como si fuera un clandestino. Jesús ya intuye que su misión terminará con su vida y pone a sus discípulos en alerta.
Los discípulos, por su parte, parecen estar en otros menesteres. Ven a Jesús hacer milagros, sanar a gente enferma y encima, justo ahora, acaban de bajar del monte Tabor (Mc 9,2-8), donde han visto al maestro revestido de gloria, hablando con Moisés y Elías. “Cómo es posible que el maestro termine mal, si él es el Mesías, el enviado de Dios. Dios lo mantendrá a salvo y él volverá a poner todo en orden, según los planes divinos”, piensan ellos. Y así hacen oídos sordos a las palabras de Jesús sobre su pasión y muerte. Además, no satisfechos, empiezan a tener sueños de gloria: ser discípulos del Mesías no le pasa a cualquiera y ¿porqué no averiguar quién, entre ellos, es el más importante? Éste seguramente tendrá más gloria, fama y poder; es por eso que se hace urgente decidir quién será el brazo derecho del maestro, para así evitar problemas.
Marcos, ahora, tiene ya la escena perfecta para presentarnos las dos vías: la de Jesús y la de sus discípulos, el reino de Dios y el reino de los hombres.
Estos últimos quieren poder, gloria, fama, honor; cada uno quiere afirmarse en detrimento de los otros. Es el peligro que corre la iglesia. No es casualidad, de hecho, que Marcos presenta la escena en Cafarnaún, lugar de donde era Pedro, y enseñando en una casa, posiblemente la misma casa de Pedro, símbolo de la Iglesia de Cristo, la comunidad de sus discípulos.
El ego de los discípulos crece sin control, porque éstos están dispuestos a coger, poseer, retener, llenarse de sí mismos. Quieren vivir, pero así están abocados a morir. El ego del maestro, sin embargo, está dispuesto a donar la vida, a vaciarse para crecer y transformarse. Es la vía de la puerta estrecha, por la que hay que agacharse para pasar. De hecho, Jesús es el primero que da el ejemplo, rebajándose; él, Maestro y Señor, se hace último y servidor, como en el lavatorio de los pies. Todos los días nos acordamos de las palabras de Jesús en la última cena, las que se definen como “institución de la eucaristía”, pero solo una vez al año hacemos memoria de un gesto muy significativo, cuando Jesús, levantándose de la mesa, se quita el manto e se ciñe la toalla, lavando y secando los pies a sus discípulos. ¿Porqué esta disparidad? ¿No éste el símbolo de la humildad del maestro de Galilea, que resume su forma de vivir y que nos invita a hacer lo mismo? ¿Acaso seguimos sordos y ciegos como los discípulos de antaño, cuando ellos no entendían sus enseñanzas y por miedo no le preguntaban nada?
En el reino de los hombres, entonces, cada uno se considera a sí mismo como el centro de todo. Así somos de pequeños y seguimos así también de mayores. Cuando las cosas no van como pensamos o decimos o creemos oportuno, entonces empiezan los problemas, los recelos, las venganza, los enfados. Es el territorio del yo descontrolado, del yo infantil, del valer para prevalecer. Hasta en el cumplimiento de los más altos idéales, se esconde siempre el riesgo de buscar el interés personal, también enmascarado “en el nombre de Dios”.
En el reino de Dios, sin embargo, el valer no es nunca prevalecer, porque el valor de la persona no depende de su utilidad, sino de ser simple y llanamente hermano entre hermanos. El otro no es un medio para alcanzar un fin, tampoco es un medio para alcanzar la vida eterna. El otro es el fin, puesto que el otro es manifestación de Dios. Aquí el centro ya no es mi yo, sino que es aquel al lado de quién yo estoy cerca. Exactamente como con el buen samaritano.
Es aquí, entonces, que Jesús despeja toda posible duda, poniendo al centro a un niño. En la sociedad judía, los niños no eran nada, representaban una carga y estaban por debajo de la mujer, o sea que no contaban para nada. Pero Jesús se identifica con ellos. La iglesia, entonces, es de Jesús no cuando busca aparentar o codearse con los poderosos, sino cuando pone al centro al último, al pobre, al marginado y se hace última ella misma, dispuesta a servir a los hermanos.
En este camino de la puerta estrecha, pasión, muerte y resurrección no representan solamente los últimos momentos de la vida de Jesús, sino que son el símbolo, el paradigma y la dinámica de la vida misma. Porque, mientras los discípulos buscan la vía fácil, el éxito sin sacrificio, Jesús les (nos) enseña que es necesario nacer de nuevo (Jn 3,3) y esto significa abandonar el egoísmo, el deseo de poseer, de dominar y la sed de poder. Este camino lleva a la pasión, al renegarse a sí mismo, o sea a la muerte y sólo entonces a la verdadera transformación, a la resurrección.
Mi deseo para todos nosotros, entonces, es que podamos entender que el problema no es autorealizarse, sino hacerlo pisoteando a los demás. El Espíritu siempre nos viene en auxilio a través de las multitudes de posibilidades que tenemos en el día a día. Que podamos aprovecharlas, para no hacernos esclavos de nosotros mismos, del yo infantil que quiere controlarlo todo. Así entraremos en la lógica del reino de Dios, donde nos ponemos al centro cuando el otro está en nuestro centro, viviendo como Jesús, en el amor, en el servicio, en el don de nosotros mismos y en la humildad.