El mandamiento del amor – XXXI Domingo T.O. Año B
Jesús y el mandamiento del amor
En este primer domingo de noviembre pasamos del capítulo 10 al 12 del Evangelio de Marcos. Aquí encontramos a un escriba, conocedor de la Ley, de su religión y de los numerosos preceptos que se deben observar. Este escriba, sabiendo que Jesús también es un maestro experimentado, le pregunta cuál es, según su punto de vista, el mandamiento más importante. Jesús le responde que el primero es el amor a Dios, y el segundo, el amor al prójimo.
“No hay nada más valioso que el amor a Dios y al prójimo”, responde el escriba. Y Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
Tolstói y el Amor
Este pasaje me hace recordar un breve pero significativo relato de Tolstói, “Donde está el Amor, allí está Dios”. En él, el autor ruso narra la historia de un anciano zapatero, Martín, que, tras perder a su esposa y a sus tres hijos, ve cómo su fe comienza a tambalearse. Un encuentro con un peregrino, antiguo paisano y conocido suyo, y el diálogo que entablan, le anima a confiar en Dios y a seguir aprendiendo a través de la lectura de los Evangelios.
Como el fariseo Simón
Así, en sus ratos libres, Martín lee, reflexiona y medita sobre la vida de Jesús. En una de esas lecturas, encuentra el episodio de Lucas 7 sobre el fariseo Simón, quien invita a Jesús a su casa, pero lo recibe de manera fría y distante, en contraste con una mujer pecadora que lava los pies de Jesús con sus lágrimas, los cubre de besos y los unge con perfume.
Mientras Martín medita y se pregunta qué tipo de cristiano es él, pues se siente más cercano al fariseo que a la mujer pecadora, escucha una voz que le dice: «Eh, Martín, mañana observa la calle, porque iré a verte». Sin saber si ha tenido un sueño o si es algo real, Martín se acuesta, intrigado.
Martín, ansioso por acoger a Jesús
Al día siguiente, el zapatero pasa el día trabajando y mirando por la ventana, ansioso por la visita. Por ello, observa atentamente a cada persona que pasa y se da cuenta de quienes, al detenerse cerca de su casa, necesitan ayuda: un viejo soldado, pobre, cansado y con frío; una mujer harapienta y desempleada, que lleva un bebé hambriento en brazos; y, finalmente, un niño a punto de robar una manzana, sorprendido por una anciana dueña de la cesta de frutas.
Mientras espera a su divino huésped, Martín acoge al soldado, ofreciéndole té y conversando sobre Jesús; luego, ayuda a la mujer con el bebé, dándole de comer, ropa para abrigarse y un poco de dinero. Finalmente, logra disuadir a la anciana de castigar al niño por intentar robar la fruta. El niño pide perdón, y gracias a la intervención del zapatero, la anciana comprende que, al igual que Dios, también nosotros estamos llamados a perdonar. Así, el niño termina comiendo la manzana y ayudando a la anciana con su cesta.
La sorpresa
Al final del día, Martín se dispone a leer el Evangelio cuando, de repente, siente algo detrás de él. En la penumbra, vislumbra a varias figuras que no logra identificar, y escucha una voz que dice: “Eh, Martín, ¿no me reconoces? Soy yo”. Aparece el viejo soldado, que se acerca, sonríe y se esfuma. Una segunda vez, escucha: “Soy también yo”, y era la mujer con el bebé, que sonríe antes de desvanecerse en la sombra. Finalmente, una tercera voz le dice: “También soy yo”. Eran la anciana y el niño con la manzana, ambos sonriendo antes de desvanecer.
En ese momento, Martín comprende que su divino huésped ha estado visitándole en cada una de las personas que él ayudó y que había sido capaz de acogerle y servirles con amor y ternura.
Conclusión
Este relato de Tolstói nos muestra con claridad cómo, a través de nuestros actos de amor, permitimos que Cristo se encuentre con Cristo: Cristo, el buen samaritano, que levanta a Cristo caído, último, necesitado de nuestra ayuda. Porque es cuando ayudamos que también recibimos ayuda.
De esta forma, el Evangelio de Marcos nos transmite algo fundamental mediante las palabras del Maestro: la religión no puede entenderse simplemente como un conjunto de verdades de fe en las que creer y de prácticas que realizar, sino como un camino de crecimiento personal y comunitario, orientado al bien común, al amor. Allí donde está el amor, donde este se vive de forma auténtica, poniendo al hermano al centro, allí está Dios.