Dios más allá de nuestro dios – XXV Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: «Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido.» Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: «¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?» Le respondieron: «Nadie nos ha contratado.» Él les dijo: «Id también vosotros a mi viña.» Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.» Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno.» Él replicó a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?» Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.» (Mt 20, 1-16)
En las relaciones humanas, no es extraño ver como la lógica que muchas veces fundamenta nuestros actos es la del beneficio: te dedico tiempo, te ayudo, te presto mis cosas porque al final yo también podré pedirte a ti lo mismo, o quizás más, si es posible.
Sigo manteniendo contacto con ciertas personas que seguramente a la larga me vendrá bien tenerlas cerca mía, o me muestro siempre disponible con mi jefe para que vea lo que valgo y no me niegue un aumento en el futuro.
Esta lógica retributiva, esta lógica del mérito, esta lógica del “doy para recibir”, todos la tenemos dentro, sin excepciones. Al fin y al cabo desde pequeños así nos han educado: si actúas bien tendrás una recompensa y si actúas mal, un castigo. Así, poco a poco hemos aprendido que actuar bien no tiene valor en sí, sino que es un medio para conseguir algún provecho.
Al final, esta actitud la hemos volcado también en nuestra relación con Dios: si voy a misa, rezo, observo los mandamientos, cumplo como cristiano, entonces Dios me premiará. Quién no haga todo esto, pues tendrá su merecido castigo. Es la dinámica de “los buenos van al paraíso y los malos al infierno”.
Desde que el ser humano tuvo la brillante intuición de la existencia de un dios, acto seguido ha creído bien que lo suyo, lo inteligente, lo bueno, era negociar con él.
Había que hacer cualquier cosa para tener una vida mejor: conseguir lluvia o sol, abundante cosecha o alejar una enfermedad. Todo esto era primordial y seguro que algún ritual o sacrificio eran la clave para obtener de dios lo que hacía falta.
Y así, hasta el día de hoy, hemos aprendido que con Dios hay que negociar. Que con Dios la lógica aplastante es esta, cumplir con determinadas cosas, para obtener aquello que busco, que deseo o que anhelo.
¡Pues no! El amor y el negocio no tienen nada que ver el uno con el otro. No hay dos conceptos más diametralmente opuestos. No hay nada que chirríe más junto al concepto de Dios, que el razonamiento del “toma y daca”.
Por eso la palabra “evangelio” significa y es buena noticia, porque la novedad rompedora es que Dios no espera de nosotros ningún esfuerzo ni sacrificio. Lo único que hay que hacer es estar disponibles a acoger ese amor que es su presencia y que transforma los corazones porque siempre es él que da el primer paso.
Así es Dios: como una madre que cuida de sus hijos por libre elección, por simple amor y no para recibir algo a cambio de ellos. Como un enamorado que prepara una sorpresa para su amada, sin que pase por su cabeza que ella también tiene que hacer lo mismo. Para ellos, sus actos de bondad son en sí mismos su fuente de satisfacción.
Esta sí es la lógica de Dios, que choca frontalmente con los que se creen “los primeros”. Estos son los que creen ser perfectos, justos a los ojos de su pequeño dios, que cumplen con todo, pero que por dentro son áridos; no viven en el flujo del amor divino, sino que actúan en la dinámica del intercambio. “Mira, Dios, todo lo que hago y soy; dame ahora lo que te pido.”
Pero ellos (y en ellos estamos todos nosotros) están tan llenos de sí que ya no queda espacio para que Dios entre con su amor. Están disponibles para seguir al señor de la viña, pero no por el señor en sí, sino por lo que él puede darles.
Y de esta manera eran sus oyentes y sus discípulos, por lo que Jesús se vio en la obligación de inventar esta parábola para dejar claro lo fundamental: que Dios quiere amor sin pretensiones, entrega de sí sin regateos, justo y exactamente como Él hace.
No se trata entonces de lo bien que lo estamos haciendo, si no del porqué lo hacemos. Hacer sin un verdadero porqué es el camino hacia la auténtica vida. Hacer, ser justos y bondadosos sin un por qué más allá del acto de amar en sí, es lo que nos hace semejantes a Dios. Porque esta es la manera en que nos ama Dios, simplemente por amarnos.