La gloria de Dios es el hombre viviente – Natividad de Jesús

La gloria de Dios es el hombre viviente – Natividad de Jesús

Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad.

Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta.

Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento. 

Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Angel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor.

El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.»

Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:

«Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.»

Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado.»

Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre.

Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían.

María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón.

Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho. (Lc 2, 1-20)

Dios cumple cosas extraordinarias en lo ordinario de nuestra vida. Hubiera podido escoger palacios de reyes, ciudades importantes como Roma, gente culta y famosa; sin embargo decide hacerse presente en un lugar periférico del imperio romano, en un hogar humilde, entre gente sencilla, en el más absoluto anonimato.

Esto nos cuenta mucho de Dios y de su forma de actuar. Él no puede obrar sin nuestra ayuda, sin que le echemos una mano, con nuestras vidas. Lo que pasa es que el 99% de las veces ni siquiera somos conscientes de formar parte de su gran plan de amor, y actuamos sólo desde nuestra pequeña perspectiva.

No por nada Lucas nos presenta una escena que se desarrolla de noche. La noche es falta de luz, perdida de puntos de referencias para orientarnos, momento en el que nos llega el cansancio y perdemos las fuerzas; también es tiempo donde se manifiestan todas nuestras debilidades y miedos que nos paralizan y no nos permiten seguir adelante.

Es en esta noche, donde el humano hace experiencia de sí mismo como ser limitado, débil, frágil, que se preparan las condiciones necesarias para que Dios pueda hacerse presente en él.

La noche, además, puede tener múltiples sentidos: puede ser el momento del silencio y de la paz, puede representar la soledad y la tristeza interior (la noche del alma) y finalmente el momento del descanso y de recobrar fuerzas.

En todos estas situaciones, entonces, Dios se hace cercano al hombre, hasta identificarse con él, porque nada es más importante para él que sus hijos, como dice San Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente”.

La encarnación, al final, es esto: el ser humano se descubre habitado por lo divino, divinizado, y Dios manifiesta su gran amor para la humanidad hasta hacerse como nosotros, humanizándose.

Pero Dios, cuando realiza sus planes, no lo hace de forma tan evidente y además usa unos métodos que hacen saltar por aire todas nuestras comprensiones. Por eso, cuando María da a luz, nadie está presente, excepto José. No son las personas piadosas o los miembros de la institución religiosa que son invitados a ver lo que ha ocurrido; ni siquiera los ricos y poderosos son los llamados. Los invitados son los pastores, uno de los grupo más apartado por la mentalidad religiosa de la época. 

Los pastores, de hecho, estaban todo el día con su rebaño y no podían observar las normas de pureza establecida por la religión. Ello les hacía impuros, es decir pecadores y, por consiguiente, excluidos y mal considerados por los demás judíos observantes. 

Pero el relato de Lucas nos muestra como no son los más “puros” y “cercanos” a Dios lo que son llamados a visitarle. Son los que parecen menos indicados, los que el ángel hace más apropiados para formar parte de este maravilloso momento.

Entonces, ¿qué significado tiene esto para nosotros, hoy? Que todos somos iguales, participes de la misma dignidad, compartiendo la misma carne, con la misma necesidad de amor y de sentirse aceptados; también con los mismos miedos y fragilidades. 

Sólo si llegamos a esta conciencia y nivel de amor que nos permite ver el otro como Cristo, porque yo también lo soy, entonces toda lucha, pelea y división perderá cualquier sentido, porque Cristo no puede ir en contra de si mismo. 

Esta es la verdadera Navidad, cuando nuestra humanidad se hace cada vez más plena, transformándose en divina, fundiéndose en ella y sintiéndonos uno con todos los habitantes de esta tierra.

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