Conversión a la mejor versión – III Domingo Cuaresma Año C
En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»
Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.» Lc 13,1-9
Estamos a mitad de nuestro camino de Cuaresma y este periodo nos invita con más fuerza a la conversión. Es por esta razón que, en el primer domingo, el evangelio nos hablaba de las tentaciones de Jesús. Hay cosas que nos seducen: la idea que está a la base es la de creernos alguien por el simple hecho de tener bienes materiales o porque tenemos poder, fama, éxito, porque nos aprecian.
Jesús, sin embargo, nos muestra lo urgente que es educar este ego que a veces tiene pretensiones desmedidas, creyendo que la plenitud pasa por tenerlo todo. Al contrario de lo que se piensa, él nos enseña como la plenitud pasa por perderlo todo, es decir, por cambiar de perspectiva (conversión), salir de nuestra tierra (esquemas y criterios que no son del Reino) y vaciarnos: es el camino de la cruz, del anonadamiento. No se puede ser discípulos de Cristo sin acoger este sendero de conduce a una poda interior (segundo domingo).
Este tercer domingo, entonces, las lecturas vuelven a hacer hincapié en estos elementos, para desarrollarlos aún más. Esta vida que tenemos, dicho de otra forma, es nuestra oportunidad para colaborar con la obra que Dios mismo ha dejado inacabada. De hecho, en Gn 1 y 2, Dios no simplemente crea toda especie animal, vegetal y humana, sino que entrega a todas ellas las riendas de este mundo, para que sigan con aquello que Dios ha empezado. Estamos llamados, entonces, a pararnos, reflexionar sobre nuestra vida y nuestras relaciones; ver lo que no funciona y buscar soluciones para mejorar y mejorarnos.
Varias veces en la Escritura se presenta a Dios como Aquel que quiere liberar a los que se han quedado atrapados, esclavos de si mismos y/o de agentes externos. Esto es lo que pasa con Abrán, cuando le invita a abandonar su lugar, en el que se ha acomodado, para ir hacia lo desconocido, la tierra que lo hará adulto. Lo mismo ocurre con Moisés, en la primera lectura de este domingo, en el que se le invita a que ayude a liberar Israel de la esclavitud en la que ha caído y en la que ha terminado por amoldarse. Finalmente, lo mismo ocurre con Jesús, aquel que nos invita a la conversión, a salir de nuestras visiones reducidas de la realidad para entrar en la tierra de leche y miel que se presentaba en el libro del Éxodo. Esta tierra, esta condición, no es exclusiva de una vida en el más allá, como muchas veces se ha querido interpretar, sino que es un proyecto que empieza ya en nuestras vidas, cambiando nuestras formas de pensar y vivir.
Es claro que desde nuestra el punto de vista de fe, sabemos que nuestra vida no se reduce a la experiencia sobre este planeta que llamamos Tierra; somos más que esta vida terrenal. Sin embargo, es propio en esta vida aquí que se juega nuestra fidelidad a la buena noticia, que nos invita a un camino de conversión y transformación hacia mejor. Quién lo rechaza, a lo mejor, es porque se queda mirándose a sí mismo, a su ombligo y a sus intereses, centrado en su mundo como lo único valioso sobre esta tierra; su destino, entonces, puede ser parecido a aquel hobbit conocido como Sméagol y que, obsesionado con poseer el anillo, se transforma en Gollum: encorvado sobre sí mismo, embrutecido, árido, ya muerto.
Es la misma imagen que el evangelio de este domingo quiere transmitir, cuando el viñador dice al dueño de la viña que si al final ésta no da fruto, pues habrá que cortarla. Y es que el corte, a saber, esta muerte (que no es la física), no es tanto un castigo divino, como muchas veces se ha pensado, fruto de una desobediencia a Dios. Es más bien la muerte como fruto de una desobediencia al ser mismo de la persona que, por naturaleza, está llamada a la interacción y a al mutuo servicio.
Ser viña que da fruto es la invitación que ya está presente en la primeras páginas del génesis: “Sed fecundos y multiplicaos” (Gen 1,28), es decir amad la vida y “el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto del Edén, para que lo cultivara y lo cuidara” (Gen 2,15). Amar y cuidar, vida y servicio son los pilares de una existencia que brota, de una vida que da fruto. Olvidar estas características íntimas y propias del ser humano significa ir directos hacia el desierto, la noche, una vida estéril y vacía, que termina por ser cortada.
Es por eso que deseo a todos nosotros que podamos descubrir lo precioso que es disfrutar de la vida, que es la conversión: ello no es un aprovecharse sin límite, como si la poseyéramos porque nuestra; tampoco es un camino de renuncia y sacrificio, como muchas veces se ha entendido, porque hay que cumplir con ciertas normas que Dios nos ha impuesto. La vida es un camino lleno de regalos, si estamos dispuesto a creer en ello y a saber abrir nuestro corazón y mente a esta nueva forma de pensar y vivir.
La conversión no es una invitación a observar preceptos, dejar de pensar y limitarse a hacer aquello que otros, más o menos autorizados, nos dicen, sino todo lo contrario, es decir, es esforzarnos cada vez más para ser adultos, maduros, capaces de actuar de forma responsable para el bien común y contra toda injusticia. Si entendemos la conversión en esta dirección, entonces creceremos, recibiremos y aprenderemos también a compartir, siguiendo el ejemplo de Jesús “el cual, siendo de condición divina no quiso hacer de ello ostentación, sino que se despojó a si mismo, asumiendo la condición de siervo” (Flp 2,6-7). Porque conversión es ser imagen y semejanza de Dios.