Amar sin límite – XIII Domingo Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí.
El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, sólo porque es mi discípulo, no perderá su recompensa, os lo aseguro.” (Mt10:37-42)
Este domingo parece que Jesús pide a sus discípulos un amor exclusivo hacia él: quien ama a sus padres o a sus hijos más que a mí, no es digno de que yo sea su maestro.
Durante mucho tiempo (y muchas veces hoy también) se ha estado creyendo que las cosas de Dios son más importantes de los asuntos de los hombres y que el creyente tiene que estar dispuesto a renunciar a todo, también a su familia, para seguir al Señor.
Pero, ¿estamos seguros de que este es el verdadero sentido de las palabras de Jesús?
En estas semanas hemos estado viendo que el Dios de Jesús es fundamentalmente Amor y que su Hijo es el reflejo del Padre, es en definitiva su rostro (“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, Jn14,9). Jesús es entonces ese amor del Padre que se hace hombre.
¿Cómo nos pide entonces el Amor ser amado primero?
¿Puede haber oposiciones entre amores? ¿Puede haber primeros o segundos puestos?
¿Y si pensáramos por un momento que a veces las cosas que nos interesan y la gente que amamos pueden traducirse en vínculos, en dependencias que no nos permiten desarrollarnos, crecer, desplegar nuestras alas interiores?
A veces, nuestros afectos se transforman en nuestra seguridad y esta seguridad hay que defenderla de cualquier cosa que la amenace. Pasa a ser nuestro pequeño huerto, nuestro territorio, a ser una extensión de nuestro ego que siempre tiende a controlar y dominarlo todo porque se cree el centro del mundo.
Jesús, entonces, nos recuerda que para poder amar sin reservas, hay que liberarse de toda atadura interior. Un amor todavía no maduro hace diferencias entre mi familia y las otras familias, entre mi grupo y los demás, entre lo mío y lo ajeno.
Pero Jesús nos llama a dar un paso más, a subir de nivel. Así como Dios hace llover sobre los justos y los injustos (Mt, 5,45) e invita a la boda a malos y buenos (Mt 22,1-10), de la misma manera nos pide a nosotros que hagamos lo nuestro según su forma de hacer, que sigamos su ejemplo, que nuestro actuar sea el suyo.
Pero quien está todavía en la defensiva, agarrado a lo suyo (su padre o madre o hijos), no ha entendido todavía el amor gratuito, pleno y sin distinciones vivido por Jesús.
Sin duda, el que se decide a vivir según esta lógica de Amor tiene que tener claro que se enfrentará a conflictos y luchas, que será muchas veces incomprendido, que será frecuentemente a interrogantes porque el amor de este mundo es generalmente un dar para recibir y cuando no recibo hay que reivindicar, pelearlo o cortar por lo sano.
El Amor que Jesús nos propone es visto como una locura, una sinrazón o incluso un absurdo porque es un dar sin esperar nada a cambio.
Por este motivo, Jesús habla de cruz con la que cargar, porque esta cruz son las dificultades que nacen de esta forma de entender la vida que encontrará la incomprensión de los demás.
El Nazareno, entonces, nos quiere libres para amar sin limite y en esta óptica se entiende la siguiente frase del evangelio de Mateo: «El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”.
Una vida que no se abre para compartir y donarse a quien tenemos a nuestro lado (amigo o enemigo, conocido o extranjero, bueno o malo), es una vida perdida desde el comienzo. Porque la vida es un regalo y no se la puede agarrar y vivir en solitario, centrados en nuestras ocupaciones y prejuicios sobre todo lo que no es como yo lo concibo.
Una vida que se entrega para superar nuestros barreras interiores para entregarse a los demás, sin embargo, es una vida plena (como bien explica la parábola de los talentos, Mt 25,14-30).
Al final es dando cuando más se recibe. Al final es al perderse cuando nos encontramos. Al final es olvidándome de mi cuando logro amar plenamente al otro.
Estas pocas lineas, entonces, nos invitan definitivamente a dejar atrás nuestros egoísmos (a veces camuflados de amor hacia los demás) y abrazar la alteridad, es decir, descubrir al otro como verdadero hermano mío, un otro yo, que sufre como yo sufro, llora y ríe como lo hago yo, ama, protege, busca seguridad y se cae como me pasa a mi. El otro es igual a mí pero contemporáneamente distinto, con una diferencia enriquecedora y no amenazadora.
Dicho todo esto, es más fácil contestar a las dos preguntas que nos hacíamos antes:
¿Cómo nos pide entonces el Amor ser amado primero?
¿Puede haber oposiciones entre amores?
Dios no nos pide ser amado más que los hombres, sino que se le ama justo a través de ellos.
Desde esta manera de concebir las cosas, desde el punto de vista que nos llama a vivir Jesús, hasta el enemigo deja de serlo, porque pasa a ser una persona que nos ayuda (sin saberlo) a hacer limpieza interior, porque sus actos crean en mi unas reacciones tan viscerales que si queremos pueden transformarse en puertas abiertas hacia un mundo que está dentro de mi y que necesita de sanación.
Es mi ego que se siente herido y se defiende. Porque cuando el ego está en el centro, se pervierte toda relación. Sin embargo, cuando en mi centro dejo espacio al otro, el otro deja de ser una amenaza para convertirse en un ser de quién ocuparme, un ser en quien pensar primero. un ser a quien amar.
¿Pero, cómo ocuparme del otro? Jesús lo dice claramente: “El que dé de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca…” ; no se necesitan grandes obras (que también, si hace falta y la situación lo permite).
El más pequeño de los gestos, hecho para el bien del hermano, es un gesto que revela su calidad divina: una sonrisa, una buena palabra, una mirada de comprensión, un abrazo, o simplemente abrir la puerta para que pase un vecino o a un desconocido. Los gestos cotidianos nos permiten ejercitarnos en el servicio, fruto del amor desinteresado, libre de egoísmos y ataduras.
Para terminar, quiero centrar la atención en el término que Jesús usa para definir a sus discípulos; ellos son definidos como “pequeños”, “micron” en griego, o sea invisibles. El verdadero discípulo es él que se hace último, como su maestro lavando los pies a los doce en la última cena. El discípulo es llamado a servir, alejándose del poder y de la fama, buscando a los marginados y olvidados.
Eso desestabiliza, crea tensión por parte de quién tiene poder y que se ve amenazado por ese mensaje revolucionario; la consecuencia es atacar a quien defiende esas ideas para mantener su nivel, político, social o económico. Esto es lo que le pasó a Jesús y que pasa a los que como él siguen hasta al fondo al maestro.
En definitiva, estos creo que son los conceptos principales del evangelio de hoy:
libertad, amor y servicio.
Sólo si conseguimos librarnos de las miles ataduras que no nos permiten crecer, sólo así seremos capaces de ponernos a servicio de quien lo necesita, porque podremos amar plenamente.
Feliz Domingo.