Amar al prójimo es amar a Dios – XXXI Domingo B
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús: «El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. Mc 12,28b-34
Esta vez el evangelio es muy claro: el amor es el fundamento de todo camino humano que pretende ser auténtico. Ya lo decía san Ireneo de Lyon cuando afirmaba que Jesús es el rostro, la imagen visible del Dios invisible. La encarnación, entonces, es el principio vital de la acción divina; ella se hace visible a través de las mediaciones humanas. Dicho en otras palabras, si queremos amar a Dios, solo podemos hacerlo amando a nuestros hermanos.
El creyente es, entonces, aquel que se siente amado por Dios y, descubriendo este don, quiere compartir este amor con los demás. Porque no olvidemos que el evangelio nos dice que es el amor a sí mismo la condición para amar a los demás. Yo no me amo por lo bueno que soy o por las cosas que hago, sino porque he entendido que, pase lo que pase, hay siempre Alguien que me ama, y que a pesar de todo, confía en mí totalmente. Nuestro corazón, entonces, tiene plazas ilimitadas y espacio de sobra para amar a todos, indistintamente.
Surgen así dos preguntas espontáneas: ¿se puede amar a Dios y no amar a los hombres? No. Ya lo decía la primera carta de san Juan: “Si alguien afirma: «Yo amo a Dios», pero odia a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto” (4,20) . Y, ¿se puede amar a los hombres y no a Dios? Tampoco. Porque aunque explícitamente no profeses ninguna religión o rechaces a Dios, el amor al prójimo es ya amor a Dios, como recuerda el evangelista Mateo, en 25, 37-40: “Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento y te dimos de comer y beber?¿Cuándo llegaste como un extraño y te recibimos en nuestras casas? ¿Cuándo te vimos sin ropa y te la dimos? ¿Cuándo estuviste enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”.Y el rey les dirá: “Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho”.
Que el amor al hermano fuese tan importante nos lo cuenta el mismo libro del Génesis, a la hora de hablar de Caín y Abel. Cuando este último es asesinado por su hermano mayor, Cain intenta esconder su crimen. Pero el mismo Dios le pide cuenta a Caín, preguntándole: “Dónde está tu hermano Abel? Él respondió:— No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano” (Gn 4,9)? Pues es ésta la tarea que nos ha sido encomendada: cuidar de nuestros hermanos, porque fundamentalmente somos seres de relación, animales sociales, como decía Aristóteles. Porque la Trinidad significa que Dios es la Relación, en la que todos nosotros nos movemos y existimos; y por el hecho de ser a imagen y semejanza de Dios, nosotros también estamos hechos para ir hacia el otro.
El evangelio, además, está repleto de imágenes que nos indican cómo amar al prójimo: sanando sus heridas como el buen samaritano, sabiendo perdonar cuando es el momento como el padre misericordioso, acompañando en el camino como Jesús con los discípulos de Emaús, lavando los pies como en la última cena narrada por el cuarto evangelista o haciéndonos pan y vino para donarnos a todos aquellos que lo necesitan.
Un cuento de la tradición judía es muy claro en explicar la relación entre amor de Dios y de los hombres: “Un día, Abraham invitó a un mendigo a comer en su tienda. Cuando Abraham estaba dando gracias, el otro empezó a maldecir a Dios y a decir que no soportaba oír Su Santo Nombre. Preso de indignación, Abraham echó al blasfemo de su tienda.
Aquella noche, cuando estaba haciendo sus oraciones, le dijo Dios a Abraham: “Ese hombre ha blasfemado de mí y me ha injuriado durante cincuenta años y, sin embargo, yo le he dado de comer todos los días. ¿No podías haberlo soportado tú durante un solo almuerzo?”.
Esta breve historia nos recuerda como es difícil mantener el justo equilibrio y no caer en la tentación de defender presuntos derechos de Dios, oponiéndolos a los derechos de los hombres. Porque no existen los derechos de Dios; existe, sin embargo, la responsabilidad y la tarea para nosotros cristianos de defender a los seres humanos de sí mismos y de hacer todo lo posible para construir un mundo de paz y de justicia. Éste es auténtico reino de los hombres, que no es otra cosa que el reino de Dios.
Deseo, entonces para todos nosotros, que podamos seguir las huellas de nuestro Señor, porque como él, también nosotros podamos descubrir en el rostro de cada persona que encontramos el Dios vivo que nos pide amor. Porque una fe sin amor es simplemente superstición, así como una vida sin amor está ya muerta por dentro.