Alegría y don – III Domingo de Adviento C
En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:
«¿Entonces, qué debemos hacer?»
Él contestaba:
«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
«Maestro, ¿qué debemos hacemos nosotros?»
Él les contestó:
«No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban:
«Y nosotros, ¿qué debemos hacer nosotros?»
Él les contestó:
«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio. Lc 3,10-18
Ya hemos llegado a mitad de nuestro recorrido por el tiempo de Adviento y éste es el domingo de la alegría (gaudete). La alegría, de hecho, tendría que ser una característica del cristiano, un principio esencial de su forma de ser. No quiero hacer demagogia ni discursos simplones, porque todos sabemos lo difícil que puede llegar a ser la vida. A veces parece que con alguien en particular ella se ceba y cada uno de nosotros conoce casos concretos de personas que lo están pasando mal. Es por esta razón que, frente a estas situaciones, no podemos salirnos con afirmación tipo: “no te preocupes, ánimo, ya verás que si el Señor lo permite, por algo será”.
Como personas y creyentes, tenemos toda la razón de enfadarnos cuando las cosas van mal y pedir cuenta al Señor; o, acaso, ¿cuándo algo no funciona en una relación con alguien importante para nosotros, no buscamos también la confrontación? Toda relación que se respete tiene sus altibajos y los momentos de crisis son fundamentales, porque significa que allí se está gestando una dinámica que nos empuja a una transformación. Patalear es nuestra forma de decir que no estamos conforme con lo que nos está pasando y es una señal para nosotros de que es necesario tomar una decisión, hacer algo, cambiar a los demás o a nosotros mismos. Y, la mayoría de las veces, la solución pasa por cambiar a nosotros mismos.
Un cristiano que ha hecho experiencia del Otro, también ha hecho experiencia del don. Esto significa que ha entendido que la vida es un regalo, que todo lo que tiene y no tiene es un regalo, que también sus defectos son un don, porque es lo que nos hace distintos de los demás y fácilmente reconocibles. Y todo porque a la base de todo está ese Otro, que se manifiesta como amor que se dona. Es lo que dice el profeta Sofonía en la primera lectura: “El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta”.
Cuando, entonces, la vida nos da un batacazo, peleemos, pues. Pero, también, reflexionemos sobre la idea que nos hemos hecho de Dios. Porque si creemos en un Dios que es omnipotente, entonces será normal pedir que nos solucione los problemas. Pero, personalmente, ya he dejado hace tiempo esa idea de un Dios que puede borrar los males, si quiere. Es así que también la percepción del mal ha cambiado para mí: antes, la aparición de una tragedia me llevaba a referirme enseguida a Dios, como si de alguna forma Él estuviese involucrado en ella y, por eso, llamado a ayudarme. Ahora el mal ya no me habla de Dios, sino de mí. En otras palabras, frente a un problema más o menos grave, soy yo él que está llamado a jugar mis cartas, a mostrar de que pasta estoy hecho y, en caso contrario, aprender de los errores y crecer. Alguien me podría decir:
«y ¿Dios, dónde esta?, porque esta mentalidad la podría tener cualquiera que no sea un creyente”.
Pues ésta es mi respuesta: “Dios está siempre a mi lado, gozando cuando gozo, llorando cuando lloro, levantándose cuando me levanto, creciendo en mí, cuando yo crezco en humanidad”.
Con esta mentalidad las dificultades no desaparecen. Los vientos seguirán soplando fuerte y dificultando nuestro andar y seguiremos cabreándonos cuando la vida se pone seria con nosotros o con las demás personas. Pero, ahora podemos ver que esto también es un don, una oportunidad para sacar lo mejor de nosotros, nuestra mejor versión, como dice el mismo san Pablo en la segunda lectura: “Hermanos: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca. Nada os preocupe”. Porque ahora entendemos que Él está tan pegado a nuestro ser que casi se confunde con él y, por esta razón, no hay nada que temer, porque su fuerza, su Espíritu fluye en nosotros y ésta es la fuente de la alegría.
Ahora se entiende mejor porque al comienzo decía que un cristiano que ha hecho esta experiencia de Dios es un cristiano alegre, en cuanto ha entendido que todo es don. Pero esto sería en parte absurdo y egoísta si se quedara en un simple intimismo, donde todo empieza y termina conmigo. En otras palabras, esta experiencia que hacemos en relación a Dios no puede no llevarnos a compartir con los demás lo que hemos recibido como don, para que también ellos experimenten este don. Es aquí que se entiende el texto del evangelio de Lucas, donde Juan Bautista nos invita a entender lo importante que es compartir con quién tiene menos, a luchar para la justicia, la verdad y la conversión que, fundamentalmente, empieza primero con nosotros.
Deseo, entonces, para vosotros y para mí poder descubrir la alegría de vivir en el Señor; una alegría que no es ingenua sumisión o aceptación simplemente exterior de lo que nos pasa. Una alegría que es saberse cuidado por Dios y saber que Él vive en nosotros y se va manifestando siempre más a través nuestra, conforme entramos nosotros también en la óptica de la donación. Feliz domingo de la alegría.