Un Dios que libera – XVIII Domingo T.O. Año C
Ecl: 1,2;2,21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
Sal 89: R/. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Col 3,1-5.9-11: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo.
Lc 12,13-21: De quién será lo que has preparado?
Vanidad de vanidades
Lo que nos suele pasar a todos nosotros es que a lo largo de los años terminamos preocupándonos de lo exterior, que se trate de nosotros mismos o de los demás: si queremos tener una casa o un piso, si es de alquiler o de propiedad, si es mejor un trabajo u otro, qué móvil o ordenador compramos, dónde iremos de vacaciones, qué actividades hacer durante el año, qué vestir, qué decir, qué comer.
¡Ojo! No estoy diciendo que todo lo anterior no tenga sentido y que se puede obviar, como si de tonterías se tratara. Lo que quiero decir es que todo lo que he nombrado, y mucho más, son elementos secundarios, supletorios, un añadido a lo que es esencial y que hace referencia a lo que de más profundo llevamos dentro y nos hace ser lo que somos.
Un Dios que libera
Las lecturas de este domingo, de hecho, nos recuerdan que lo fundamental es construirnos como personas, descubrir la sabiduría y los valores que nos permiten crecer y ser cada día más humanos, según los criterios del Evangelio. Porque de esto se trata, en cuanto el Dios de la Biblia es el Dios que libera, Aquel que libera de la esclavitud de Egipto, Aquel que libera de las aguas del Mar Rojo, que invita a Abrahán a salir de sí mismo, de su tierra, a Moisés a que venza sus miedos contra el faraón.
Ese Dios que libera se hace visible en Jesús de Nazareth. Sus gestos y sus palabras quieren liberar a los oprimidos, a los marginados, a los que se dejan atrapar por formas de pensar y relaciones limitantes y empobrecedoras. Los encuentros con Jesús, que los Evangelios recogen, nos hablan de personas que aprenden otra manera de vivir y de relacionarse y que ahora son capaces de levantarse de una situación que les veía vivir desconectados de sí mismos y de la comunidad.
No por nada, cuando Pablo habla a los Colosenses les recuerda que ellos ya han resucitados con Cristo y que es hora de dejar al hombre viejo, con sus obras, para vivir conforme a su nueva condición, que es la de ser imagen del Creador. Ser imagen del Creador significa que como Él, nosotros también podemos dar vida, porque somos vida y ella la podemos “contagiar” con nuestra forma de ser, con nuestras obras, con nuestra cercanía.
La liberación traída por Jesús
Para llegar a ser lo que ya somos, sin embargo, necesitamos de un largo proceso de curación que nos sane de nuestros miedos, heridas, rencores que nos encierran en nosotros mismos y no nos permiten vivir en plenitud. Es por esta razón que, a la hora de enfrentarse a este trabajo interior, lento, laborioso y complejo, lo más fácil es intentar desviar nuestra atención hacia lo exterior, distrayéndonos con respecto a lo que tenemos pendientes con nosotros mismos.
Es aquí que, entonces, encontramos las tentaciones de Jesús en el desierto. Frente a la pregunta “quién soy” y a ese continuo proceso que nos llama a mirarnos por dentro, lo más fácil es contestar: yo soy el trabajo que ejerzo, yo soy el dinero que tengo, yo soy la influencia que tengo sobre los demás y la imagen que trasmito hacia fuera.
Todo esto, sin embargo, es vanidad de vanidades, como dice el Qohélet, porque una vida así vivida es como la hierba que por las mañanas florece y que por la tarde se seca y se siega, como dice el Salmo 89, puesto que es la vida de aquel que decide atesorar todo para si, en lugar de ser rico en humanidad, como afirma el Evangelio de Lucas.
Es por esta razón que deseo para todos nosotros que seamos capaces de encontrar momentos para callar tantas voces que nos distraen y así poder escuchar al Espíritu que nos habla y que quiere saciar nuestra sed. Una buena construcción solo puede empezar por los pilares y los cimientos, que son nuestro interior, nuestro ser, nuestra condición de hijos de Dios. Al fin y al cabo, los antiguos griegos tenían razón cuando ponían en evidencia el axioma fundamental para cualquier hombre que quería definirse libre, el célebre aforismo del templo de Apolo, que hoy sigue siendo tan relevante como entonces: “Conócete a ti mismo”.