Como yo os he amado – V Domingo de Pascua Año C
Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.» Jn 13,31-33a.34-35
Podríamos hacer una pequeña encuesta, como si fuera un experimento: podríamos preguntar a la gente de la calle que escuchara unas palabras sueltas, anteriormente escogidas por nosotros y que nos dijera las primeras imágenes que se le pasan por la cabeza. Por ejemplo, podríamos hacer que escuchara palabras como Francia, Amazonia, Budismo, Cristianismo. A lo mejor a la primera, yo contestaría con su capital, París o con la “Torre Eiffel”; al escuchar Amazonia, podría decir algo así como “selva”, o “pulmón de la Tierra”. Con respecto al Budismo, enseguida se me encendería la imagen del “Buda”, del “yoga” o de la “postura de la “meditación. ¿Qué pasaría con la palabra Cristianismo? Nos vendrían a la mente ideas como “cruz”, “iglesia”, “Jesús”, pero ¿cuántos dirían la palabra “amor”?
Sin embargo, este domingo la frase de Jesús es clarísima: “La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”. No dice que al cristiano se le reconocerá por la ropa que lleva, o por una cruz colgando de una cadenita o por participar a algún acto litúrgico. Tampoco hace referencia a alguna doctrina que creer, anunciar o asimilar. Todo parece jugarse en la calidad de las relaciones interpersonales.
De hecho, podríamos decir que es fácil amar a Dios. Nadie lo ha visto, nadie lo ve o escucha sus “reacciones”. Amar a este Dios puede llevarnos a un peligro muy frecuente, entonces: que esta relación se transforme en un monologo, un soliloquio entre mí yo y la imagen que me hecho de Dios, o sea, un idolo. No sería la primera vez en la historia de la humanidad que hacemos decir a Dios lo que nosotros queremos que diga para, de esta forma, legitimar nuestras ideologías y actitudes. Uno de los últimos ejemplos es la guerra entre Rusia y Ucrania, con las bendiciones de las armas de los ejércitos, por ambas confesiones, católica y ortodoxa, un autentico horror, un escándalo y un fracaso.
Entonces, ¿cuál es la manera de medir el amor a Dios? Nos viene en ayuda una frase que encontramos en 1Jn 4,20: “Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. Pues si uno no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve”. Es fácil decirle a Dios todo lo que queremos, prometerle y dejarle de prometer lo que sea. Mucho más complicado es, sin embargo, confrontarse con el otro, con sus ideas y formas de actuar, con sus defectos y sus prontos. Es aquí que estamos llamados a salir de nosotros mismos, de nuestro centro, para ir hacia el hermano, amándolo no por lo que nos puede dar, sino por lo que es.
No se trata de hacer, sino de un cambio de ser. Como he dicho antes, puedo ahora cambiar mis actos y multiplicar mi generosidad, pero si lo hago para recibir algo de vuelta, entonces estamos corriendo en balde. Se trata de cambiar de ser. Se trata de pasar de nuestra visión subjetiva y limitada para adquirir la mirada de Dios.
La Biblia, por ejemplo, nos presenta dos casos de hermanos: Caín y Abel, por un lado y Esaú y Jacob por otro lado. Conocemos la historia de Caín: éste se deja dominar por sus sentimientos, por su visión limitada y centrada en si mismo, hasta el punto de matar a su hermano. Sin embargo Esaú, engañado por Jacob, quiere de verdad matar a este último, pero finalmente le perdona, abrazándole y besándole, justo como en el evangelio de Lucas hará el padre de la parabola de Jesús con ese hijo que había dilapidado toda la riqueza recibida.
No basta con amar, sin embargo, sino hay que hacerlo “como yo os he amado”. Esto significa que el cristiano, si quiere ser discípulo de Jesús, tiene que contemplar la posibilidad real de amar no solo al amigo, sino también al enemigo, dispuesto a entregar hasta el último átomo de si mismo para el bien (real) del prójimo, independientemente de su disposición hacia nosotros. Esto significa que no hay honor y derechos que valgan por encima de nuestro interlocutor o algo que defender a costa del otro.
¿Es fácil todo esto? Para nada, ¡en absoluto! Pero solo se puede conseguir si dejamos de ver al otro como un desconocido, un posible enemigo y competidor y pasamos a verle desde los ojos de Dios, que a todos nos ama, sin limite, sin distinciones, a pesar de lo que hagamos.
Es por eso que deseo para todos nosotros que seamos capaces de abandonar nuestras armas de defensa, nuestros muros de separación, nuestros derechos que proteger y entremos en una realidad mucho más profunda, donde las distinciones y las diferencias desaparecen y solo se muestra la unidad, el fondo de todas las cosas, desde donde todo adquiere otro sentido y la vida recobra su auténtico valor.