Ese acoge a los pecadores y come con ellos – IV Domingo de Cuaresma Año C
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos.» La critica que ciertos fariseos hacen a Jesús es también lo característico, lo suyo propio de la actividad del Nazareno, todo volcado en mostrar el rostro misericordioso de Dios. Si para algunos Dios solo puede estar cerca de los que se esfuerzan en vivir la Alianza con el Señor, Jesús nos recuerda que allí donde hay pecado, allí se encuentra la gracia.
El punto de vista es totalmente otro, a saber, no se trata de estar al lado del Señor, sino de descubrir que Él está siempre a nuestro lado, más cerca nuestra que nosotros mismos, en cualquier momento y, sobretodo, allí donde más urgente se hace su presencia: en los errores que caracterizan nuestra vida, porque somos limitados y centrados en nuestros deseos e intereses.
Es por esta razón que el evangelio de Lucas presenta la maravillosa y escandalosa parábola del padre misericordioso o del hermano mayor, según queremos poner el acento en uno o en otro de los distintos elementos del relato.
La Biblia nos ha acostumbrado a la dialéctica entre hermanos: empezando por los hijos de Adán y Eva, Cain y Abel y siguiendo con las historias de Esaú y Jacob, para terminar con las rencillas entre los hijos de Jacob y su hermano José. Todas estas historias tienen en común un hecho incuestionable: el querer tener lo que tiene el otro, es decir, la envidia.
De hecho, Caín mata a Abel porque es envidioso, en cuanto Dios prefiere la ofrenda del hermano a la suya. De la misma forma, los hijos de Isaac pelean desde antes de nacer por quién alguien tiene que ser el primero, el más fuerte, aquel que tiene derecho a la primogenitura. Lo mismo ocurre entre los hermanos mayores de José: éstos no pueden entender las rarezas de su hermano y sus sueños que parecen mostrar como ellos terminarían siendo no los guías, sino más bien los guiados por José. Finalmente, estas tensiones se perciben también entre aquellos que Jesús mismo ha escogido: los Doce. Hay algunos, de hecho, que discuten sobre quién tiene que ser el primero y más importante dentro del grupo, porque pertenece a nuestra naturaleza la necesidad de “marcar” el territorio y mostrar nuestra superioridad con respecto a los demás.
Al fin y al cabo, es lo que pasa en la comunidad de Jesús: hay quién cree que algunos no se merecen el perdón y el amor de Dios, por su forma de ser, de actuar, de vivir, por ser “pecadores”. Éstos no, desde luego no pueden ser queridos por Dios, puesto que la misma Biblia afirma varias veces la idea de que el malvado (aquel que no respeta la voluntad de Dios) necesita un castigo, ser expulsado de la comunidad y hasta merecer la muerte, como podemos leer en la siguiente cita: “Trátalos según sus acciones y la maldad de sus actos; trátalos de acuerdo a sus obras, ¡dales tú su merecido! Pues no reconocen las acciones del Señor ni tampoco la obra de sus manos, ¡que él los derribe y no vuelva a levantarlos!” (Sal 28,4-5).
Sin embargo Jesús acoge a los pecadores y come con ellos, algo escandaloso para una cierta óptica judía, así como nos relata la parabola de este domingo. Esta nos cuenta que el padre no se enfurece por el hecho de ver que el hijo ha vuelto a casa después de haber despilfarrado todo el dinero. Ni siquiera le pregunta nada, sino que le espera impaciente de amor. Además ni siquiera el hijo podía haber pedido su parte de herencia, puesto que el padre estaba todavía en perfecta salud. Entonces, el mensaje claro que se quiere dar aquí es que sobre todas las cosas, siempre prima el don, el amor, la gracia de la reconciliación. Esto no es lo primero, sino lo fundamental y los “pecadores” tienen que saberlo. Es por esta razón que Jesús no escatima fuerzas y siempre que puede come con ellos, porque la comida es el símbolo de la comunión y del banquete del Reino de Dios.
El esmero de Jesús para incluir a los excluidos y arrinconados por la sociedad es justo el mismo mensaje del evangelio del domingo pasado: Pero el viñador contestó [al dueño de la viña]: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.» (Lc 13,9). En otras palabras, el tiempo de nuestra existencia es tiempo para el cambio, para descubrir a un Dios que no es un contable escrupuloso sino más bien un padre amoroso y deseoso de que descubramos la via para la plenitud. El pecado, el error, el fallo no es un elemento negativo en si mismo, sino que es necesario para aprender y poder cambiar. Diría, además, que el pecado es fundamental para nunca olvidar que somos limitados, y así mantenernos humildes y sentirnos igual a los demás, todos imperfectos y, por eso, preciosos. ¡Bendito pecado!
Quién no entra en esta óptica es, sin embargo, el hermano mayor. Él se cree perfecto, observador escrupuloso de la voluntad del Padre que, en realidad, no ha comprendido en plenitud. El piensa que cuanto más hace, más podrá pedir y al final recibirá una recompensa por su fidelidad. No se ha enterado de que todo lo que hace es para su crecimiento y que, si solo se diera cuenta, comprendería que todo lo que es del Padre ya es suyo. Aunque no se cree perteneciente al grupo de los pecadores, vive una fidelidad vacía de experiencia sanadora, porque no hay comunión.
El hermano mayor y el menor no se diferencian mucho. Los dos sienten que les falta algo. El menor no se siente a gusto y por eso deja la casa familiar. Desafortunadamente, tampoco la vida allí fuera le satisface y así decide volver, aunque sea por interés. El mayor, también por interés, se muestra siempre fiel al Padre, a la espera de conseguir algo que aún cree no tener. Sin embargo, los dos han siempre tenido todo lo necesario para vivir en plenitud, aunque nunca se hayan dado cuenta.
Lo que hace falta cambiar, entonces, no es tanto nuestra forma de actuar y vivir, sino la manera de ver e interpretar a nosotros y al mundo que nos rodea. Cambiar paradigma y mentalidad, es decir, nuestra forma de percibir la realidad, cambiará también nuestra manera de entendernos y entender las relaciones con los demás, pasando así de una actitud de petición e insatisfacción por lo que creemos no tener a una de agradecimiento por todo lo que ya tenemos, que es, al fin y al cabo todo lo que hasta ahora necesitamos para nuestro crecimiento.
En este sentido, es necesario también agradecer por nuestras faltas, porque son las brechas por las que puede pasar la luz de la gracias. Sin ellas, nuestro corazón se volvería arido, cerrado, incapaz de comprender la situación de tantos hermanos que se encuentran bloqueados en las distintas problemáticas que la vida les pone por delante.
Deseo, entonces, para todos nosotros, que podamos salir del complejo del hermano mayor, todo ocupado en reclamar por sus derechos, incapaz de entender que todo es don, puro amor y que el bien del otro no es causa de menor felicidad para uno mismo. Que también podamos liberarnos del complejo del hermano menor, incapaz de ver que ya tiene lo que necesita, allí, junto al Padre, creyendo ilusoriamente de encontrar fuera lo que, sin embargo tiene ya dentro de si. Que podamos experimentar la amorosa cercanía del Padre para que, guiados por el Espíritu, podamos maravillarnos por lo que tenemos y somos, viviendo a imagen y semejanza del Aquel que siempre está en y con nosotros.