La difícil dinámica del cambio – VIII Domingo T.O. Año C

La difícil dinámica del cambio – VIII Domingo T.O. Año C

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:

«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.

Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.

El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». Lc 6, 39-45

Este domingo, el evangelio va tocar una tecla universal, en el tempo y en el espacio: a saber, la tendencia que tenemos de juzgar a los demás. Esta parábola que acabamos de leer, de hecho, está íntimamente conectada con la parte final del evangelio de la semana pasada, en el que Jesús avisaba del peligro de juzgar y condenar y proponía la receta del perdón.

Perdonar es dejar ir, soltar, acoger. Es reconocer que somos muy exigentes con nosotros mismos y esta exigencia la proyectamos en el otro. Perdonar es, ante todo, un camino de reconciliación consigo mismo, un recorrido de transformación interior en el que terminamos acogiéndonos así como somos, dejando de resistirnos y rechazarnos. Llegados hasta allí, perdonar a los demás no es otra cosa que haber hecho las paces con nosotros mismos, con la parte de nosotros que no nos gusta.

Jesús es claro en esto: condenar y juzgar no habla tanto de aquel que se está llamando a juicio, sino que habla de nosotros. Porque esta forma de actuar muestra nuestro modo de vernos, como aquellos que se creen perfectos, en lo correcto, capaces de juicios morales. Esta superioridad autoproclamada nos pone por encima de los demás y, sin darnos cuenta, terminamos peor de los que querríamos condenar. Cuanto más arriba nos ponemos, más ruido haremos al caer, puesto que aquí, cada uno tiene sus defectos.

En otras palabras, a veces estoy tan cegado por la falsa creencia que tengo de mi, incapaz de ver la viga en mi ojo y de detectar el problema que tengo, que solamente me centro en lo que está fuera de mí, que es siempre mucho más fácil de captar. Somos muy buenos médicos para los demás, pero con nosotros dejamos mucho que desear.

Al final, si encuentro algo interesante y provechoso, entonces me fijo en mí, soy yo el centro de atención, mientras que cuando hay algún problema, pues es muy fácil salir de mi centro, fijándome en los demás y buscando en ellos la causa de los males. Sin embargo, la propuesta de Jesús va en dirección totalmente opuesta: céntrate en ti mismo, para así cambiar a mejor y céntrate en los demás, a la hora de compartir y hacer el bien.

Si nos paramos un poco a pensar, entonces, las palabras de Jesús nos dicen que muchas veces nos autoengañamos y somos los responsables de la realidad que vivimos, porque así la hemos concebida. Lo que quiero decir es que yo tengo mis criterios y mi forma de organizar lo que llamo existencia. Cuando los demás actúan conforme a mis esquemas, entonces todo va sobre rueda; sin embargo, si alguien se opone o actúa de forma distinta a los que yo tengo previsto, es aquí que nacen los roces y los contrastes. En nuestras manos está la responsabilidad del cambio, de buscar el diálogo y la comprensión, de saber reconocer las razones del otro y de ponernos en su lugar. Y si algo del otro nos molesta, ésta es una señal inequívoca de que hay algo sobre el que trabajar en nosotros mismos.

Cuando rechazamos la actitud o los actos de alguien, esto no nos debería llamar la atención sobre este alguien, sino más bien leerlo como una señal que habla de nosotros y que nos pide un cambio. Ya sé que es muy fácil quedarnos con lo que dice nuestra primera impresión: “lo que está haciendo aquella persona no me gusta para nada, no lo está haciendo bien”. Éstos y otros pensamientos se quedan en nosotros y poco a poco terminan por crearnos un juicio sobre una persona en concreto que, la mayoría de las veces, tendemos a condenar y valorar negativamente.

Y si probáramos, sin embargo, a ver las cosas de otra forma. En lugar de quedarnos en los sentimientos que hemos probado y dejar que se genere un juicio, porque no probamos a analizar estos sentimientos y preguntarnos qué es lo que nos ha llevado a tener estas sensaciones, qué es lo que podemos sacar de nosotros gracias a estos pensamientos, el por qué de estas molestias, cuando alguien dice o hace algo. Si hiciéramos eso, dejaríamos de centrarnos en lo que está fuera de nosotros para enfocarnos en lo que es verdaderamente fundamental: nuestra forma de ser y de interpretar el mundo y la posibilidad de trasformarla, del cambio.

Porque de esto se trata: si cambio mi forma de ver las cosas, si cambio mi manera de interpretar el mundo, cambia también la realidad que me rodea y mi relación con ella y con los demás. Pero esto solo depende de nosotros y de nuestra capacidad de soltar nuestras seguridades, nuestros esquemas, para aventurarnos hacia el cambio, que no es algo puntual, sino más bien una reforma continua, una conversión diaria.

Si hiciéramos así, dejaríamos de fijarnos en el defecto del otro para orientarnos en la poca visión que tienen nuestras gafas de ver. En otras palabras, el presunto error de aquel que tengo de frente se transformaría en oportunidad para mejorarme a mí mismo, para ser más libre y saber gestionar mejor mis mundo interior, con el fin de crear relaciones más sanas.

Pido, entonces, para todos nosotros que podamos cada vez más ser conscientes de las trampas que nuestra mente nos juega, saber sabotear ciertos automatismos que tenemos dentro y que crean con facilidad la tendencia a atacar al otro, a defendernos de aquel que enseguida vemos como hostil y peligroso. Es necesario dejar espacio dentro de nosotros para cultivar el amor auténtico, el único capaz de cambiarnos por dentro para transformar nuestra manera de relacionarnos con los demás, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” y nuestra vida.

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